En una esquina oscura y licuada, en la que las gotas del techo se empeñaban en salpicar con vehemencia la mesa roída del único escritorio de la estancia, el hombre no paraba de mirar angustiado por la ventana. Una rendija angosta, fría y desangelada que le devolvía únicamente ceguera y malos augurios. Él sabía que todavía era pronto, que aún le quedaban unos minutos para el único momento del día en el que se permitía algo de paz. Un sabor agridulce que le levantaba el ánimo y que, a su vez, le recordaba su desventura.
Ya no tenía fuerzas para levantarse de la silla malgastada por tantos años de pesadumbre. Estaba anclado al viejo escritorio de la esquina, viendo escaparse al tiempo, con la única compañía de un par de hojas macilentas garabateadas sin mucho acierto. Toda la estancia era un vacío incólume. Piedra sobre olvido que le había robado el alma. Un mundo confinado en su mente enferma y en los efímeros compases en los que la Luna, con paso elegante, asomaba por la rendija de su estrecha ventana.
Era tarde y pronto, pues el paso del tiempo se parecía a un muchacho escurridizo, que se intuía por la vela que crepitaba vacilante, apoyada por el peso de su propio cuerpo derretido sobre la mesa marchita. Proyectaba sombras grotescas, llenas de aflicción sobre las piedras desnudas de la celda. Duendecillos errantes que se movían al compás juguetón del viento gélido que agitaba a su antojo la llama.
El hombre levantó con celo los ojos, pesarosos por el cúmulo de imágenes anodinas que habían almacenado durante tantos años de padecimiento. La claridad tibia que se asomó subrecticia por el resquicio de la ventana, le anunció la llegada de su amada. Se había enamorado de su belleza, de su caminar felino por el firmamento, al que él sólo tenía derecho a una ínfima parte. Pero ya no le importaba. Había llegado su hora.
Con los primeros rayos lunares que se atrevieron a entrar en la estancia, se dejó marchar. Cerró los ojos arrugados y exhaló un último aliento que, irónicamente, le supo a esperanza. La Luna, otrora madre pétrea e impasible de tantas historias que sucedían bajo su embrujo, recibió el tímido aliento y sintió curiosidad. Había pasado incontables veces por aquella ventana, asomándose al abismo de aquél que le contemplaba con cariño desde hacía tantos años. Y aquella noche lo encontró distinto. Sintió su calor en forma de súplica y el deseo de una chispa de magia. Y, por una vez, decidió ayudarle en su destino. La trémula luz de la vela fue el único testigo del hechizo, del bizarro encantamiento que le arrebató de su prisión. El suave baile de las hojas del escritorio, que nunca más serían acariciadas por la pluma consumida, anunció en silencio su marcha. La vela llegó a su final y la celda se sumió en tinieblas.
Como tantos años hiciera desde que el hombre soñara su libertad, consumada al fin, por encanto del destino.
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