Capítulo 1
Una sutil vibración que se extendió desde su pierna derecha hasta la cabeza sobresaltó a Jack. Era una sensación olvidada, aunque tremendamente familiar. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo derecho y extrajo su móvil, dejando de prestar atención a la extraña aurora que estaba recorriendo el firmamento de este a oeste. Aunque el espectáculo exterior resultaba estremecedor, él sólo tenía ojos para la pantalla de aquel pequeño artefacto.
Como por arte de magia, de la manera más normal del mundo, su móvil se había encendido y le saludaba amistosamente con las letras de Vertu Constellation, como si La Desconexión jamás hubiera existido y aquellos días fueran el resultado de un mal sueño.
Jack no daba crédito a lo que estaba contemplando. Por fin, sus deseos se habían hecho realidad. Con mano temblorosa, cuando el móvil se quedó a la espera del PIN de acceso, tecleó los números. Todavía se acordaba de ellos. Era el año en que conoció a Julia.
Dos… Cero… Uno… Cero
El móvil aceptó de buen grado la combinación y continuó inexorable su proceso de arranque.
Jack seguía absorto en la pantalla. Se había olvidado completamente de todo. Y eso que había conseguido encontrar finalmente a Bruce.
Lo había hecho al día siguiente a su desembarco. La noche anterior, en la que había dado el paseo por el puerto, le había resultado completamente imposible. La luz crepuscular había desaparecido tan rápido y estaba tan cansado que decidió tirarse en cualquier camastro de los que aún quedaban libres para descansar un poco, esperando que con las primeras claras del día la suerte se pusiera de su parte. Y así había sido, al poco de despuntar el alba había encontrado por fin al capitán en la puerta más alejada de un almacén que hacía las veces de recepción del improvisado campo de refugiados en el que se había convertido la base de Rota.
Jack se moría de ganas de contarle a su amigo su afortunado encuentro con el teniente Smith, pero justo en el momento en que iba a hacerlo, el cielo y su móvil demandaron primero su atención.
—¡Jack! ¿Pero qué coño haces? Mira al cielo, tío. Que te lo pierdes.
Bruce no podía despegar los ojos del firmamento. En la vida había presenciado un espectáculo tan sobrecogedor. Infinidad de colores parecían brotar como un cuadro abstracto del firmamento. Pero Jack prefería seguirle prestando atención a un objeto más mundano. Durante todos los días que había durado esa maldita desconexión, había fantaseado con la idea de ver su móvil encendido de nuevo. Y ahí lo tenía, justo delante. Por nada del mundo se hubiera perdido ese momento. De una manera estúpida y superficial, se sentía a gusto de nuevo. Seguro y relajado.
Pero de pronto, otro evento compitió por distraer su atención y la de su compañero. Desde todas las direcciones empezó a escucharse una sirena aguda.
—¡Joder! —exclamó Bruce, al que ya no le cabían más emociones— La sirena. ¡Está sonando la sirena!
Bruce se quedó mirando a Jack con cara de perplejidad. Su amigo seguía pegado a su móvil sin parecer reaccionar. Entonces Bruce se fijó en la pantalla. Brillaba. El móvil estaba claramente encendido. El capitán no daba crédito.
—¡Tu móvil! —gritó emocionado— ¡Tu móvil también funciona! —volvió a gritar.
Las palabras de Bruce rebotaron en el interior de Jack. “Mi móvil funciona”, tradujo su cerebro. Era verdad. No lo estaba soñando. El maldito cabrón había vuelto a la vida. Después de tanto tiempo, después de tanto sufrimiento. La risa y el llanto pugnaron por su trozo de pastel, aunque ninguno ganó. Justo en ese momento, en el que Jack hubiera definido como el más feliz de su vida desde que aconteciera La Desconexión, la aurora de infinitos colores desapareció por el horizonte y con ella, la sirena y su móvil enmudecieron de nuevo.
—¿Qué? —acertó a preguntarse— ¡No! —gritó con congoja en la voz.
Por fin, Jack alzó desesperado la vista al cielo, aunque no encontró por ningún lado aquello que segundos antes les había maravillado a los dos. En su lugar, el azul más azul de la mañana volvía a dominar el firmamento. Ya no quedaba ni rastro del espectáculo. Nervioso, se centró de nuevo en su móvil. Presionó repetidas veces el botón de encendido, pero nada sucedió.
—¡Mierda! Se ha ido —sentenció Bruce, al comprender que el extraño suceso del cielo estaba ligado, de alguna forma, con aquello. Entonces trató de consolar a Jack poniéndole una mano en el hombro—. No insistas, Jack. Esa extraña luz parece haber sido la causante.
—No puede ser —rebatió su amigo, incapaz de dar su brazo a torcer—. Tiene que funcionar. ¡Todo tiene que volver a funcionar!
Completamente desesperado, Jack cogió el móvil con todas sus fuerzas y lo alzó por encima de su hombro, dispuesto a estamparlo contra el suelo, como hiciera días atrás. Pero esta vez no lo hizo. Allí no estaba la exquisita alfombra de cachemir de su salón sino únicamente piedras y arena. Por muy bueno que fuera el aparato, semejante golpe contra ese terreno lo reventaría, así que se lo pensó mejor. En el fondo, no tenía ganas de perderlo.
—Tranquilo, Jack. Cálmate —le aconsejó Bruce.
Jack respiró profundamente. Una vez, dos y hasta tres veces. Hasta que al final consiguió serenarse. Levantó la vista y observó los rostros que estaban a su alrededor. Todos tenían la misma cara. Todos estaban incrédulos por lo que acababa de suceder. El espectáculo le recordó al día de La Desconexión. Las mismas caras, los mismos gestos. Incluso allí también estaba Bruce, aunque afortunadamente no estaba cayendo junto a un helicóptero en las frías aguas del East River.
—¿Qué es lo que ha pasado, Bruce? —preguntó.
—No lo sé. Es muy extraño. Supongo que habrá sido algún tipo de interferencia. ¿Quién sabe? Si estuviera aquí mi hija… —Bruce cambió el semblante. Jack pudo leer perfectamente su aflicción— Ella seguro que…
—¡Tu hija! Bruce —le interrumpió Jack, recordando por fin lo que había ido a decirle al capitán— Sé donde está. ¡Sé dónde está Jessica!
***
—¿Qué ha sido eso, Franz? —preguntó Jessica con asombro.
Franz se quedó unos segundos meditando, viendo como el cielo recuperaba su color natural al desaparecer el extraño fenómeno que había pasado justo por encima de sus cabezas.
—Eso ha sido la prueba.
—¿La prueba? ¿La prueba de qué? —insistió la mujer, dejando el láser de lado.
—La prueba de que todo puede volver a la normalidad. Esa aurora nos ha indicado la pista a seguir.
Franz se fijó en que todos los ojos se habían clavado en él. Nadie sabía lo que acababa de suceder, pero sus misteriosas palabras les habían hecho pensar en que él sí tenía las respuestas.
—Vamos, vamos. Menuda expectación. No tengo la respuesta que pensáis. Tan solo una corazonada. ¿De verdad que nadie se ha fijado en lo que ha pasado?
—Pero hombre de Dios, ¿cómo no nos íbamos a fijar? —intervino Begoña, que estaba justo a la derecha de Franz— Ni Van Gogh hubiera utilizado una paleta tan prolífica para pintar un cielo semejante.
—No me refiero al cielo, señora Montes. Es evidente que ha sido espectacular. Me refiero a lo que ha traído consigo.
Todo el mundo se encogió de hombros sin saber qué responder.
—¿Nadie? ¿De verdad?
—Vamos, Franz —le increpó Luz—. No es buen momento para hacerte el misterioso, ¿no crees?.
—Perdonad, tenéis razón —se disculpó éste—. Señora Montes, ¿cuántos ordenadores hay ahí abajo, en la sala de control?
La mujer miró por encima de la barandilla, no muy segura de la pregunta.
—No sé. Cinco o seis —respondió dubitativa.
—Pues cinco o seis ordenadores se han encendido justo en el momento en que ese fenómeno surcaba el firmamento. ¿No os parece sorprendente? Por un instante, todo parecía haber vuelto a la normalidad.
Jessica, Luz y el resto de los que estaban con Franz, se acercaron a la barandilla del primer piso y se asomaron abajo.
—No, ya no hace falta que miréis. Ya se ha ido. Os acabo de decir que todo tiene que ver con esa extraña aurora.
Begoña miró hacia abajo y, de nuevo, a Franz, no muy segura de la explicación del director del CSUE.
—Señor Holmberg, ¿está usted seguro? Mire que desde aquí hay que tener buena vista. ¿No serán imaginaciones suyas más bien? —agregó con tono condescendiente.
—Le aseguro que no me invento nada.
Pero nadie parecía muy convencido de sus palabras. El estado de desconexión se había arraigado de tal manera en sus mentes que el hecho de que hubiera vuelto la luz, al menos durante unos instantes, parecía algo de ciencia ficción.
—¿Quién tiene un reloj? —preguntó Franz, siguiendo con su argumentación— A pilas, a poder ser… —matizó.
Alberto agarró su muñeca y, tímidamente, levantó la mano.
—Yo —respondió.
—Estupendo —festejó, Franz— Y no funciona, ¿no es cierto?
—Ciertamente… —En ese momento, Alberto se sintió estúpido de llevar un reloj inservible. Su cara reaccionó a su estado de ánimo y se enrojeció como un carbón al fuego—. Supongo que sigo llevándolo por nostalgia. No sé… —trató de justificarse.
—No es raro que lo conserve aún, señor Ruíz —se apresuró a contestar Franz, tratando de quitarle hierro al asunto. Sabía que aquél hombre no era muy dado a las conversaciones en público y lo que menos le apetecía era hacerle pasar un mal rato—. Es un bonito gesto. Significa que todavía tiene esperanza. Y créame, lo que acaba de pasar hace que estemos más cerca de una posible solución. Dígame, ¿se le paró en La Desconexión?
—Sí, así es. Justo cuando todo se fue a… —dudó Alberto.
—A la mierda, querido —agregó Begoña—. Ya estás con tus remilgos con el lenguaje. No hay mejor definición para lo que nos ha pasado que mierda. Puedes estar seguro.
Por un momento, Franz perdió el hilo de su discurso. Begoña tenía la asombrosa costumbre de acaparar cualquier conversación, aunque no estuviera directamente implicada en ella. Tenía una personalidad demasiado voraz, aderezada con un torrente de voz difícil de contener.
—Gracias por el apunte, señora Montes. Mierda o no, lo que me interesa más bien es que el reloj de Alberto no funcione —Begoña, entendiendo el mensaje, se ruborizó al igual que había hecho su compañero y, casi por una vez en su vida, guardó silencio. Al momento, Franz continuó— ¿Recuerda la hora que marcaba su reloj?
—Por supuesto —contestó Alberto, más seguro de sí mismo—. Las cinco menos cuarto.
—¿Podría ser más específico? Necesito la hora exacta —insistió, Franz, tratando de sonar amable.
—Claro —El hombre se ajustó sus enormes gafas y se fijó detenidamente en el reloj—. ¡Qué curioso! —expresó en alto— Juraría que se ha movido…
—¿Y qué hora pone? —continuó Franz, que notaba cómo todas las miradas se clavaban en él y en el enjuto directivo.
—Pues… ¡las cinco menos diez! No puede ser… —Alberto levantó la vista y clavó sus ojos amplificados tras las gafas en los de Franz— ¿De verdad es posible que se haya movido?
Franz sonrió. Era una prueba fehaciente de lo que acababa de suceder.
—De verdad —contestó satisfecho— Y, ahora, ¿me creéis?
***
La intermitente luz de una pequeña fogata en una de las esquinas de la estación reflejaba, a ratos, unos grandes ojos redondos llenos de lágrimas. Diego no podía apartar la vista de la niña que sollozaba a su lado preguntándose cuál habría sido su historia. Era la primera vez desde el maldito incidente que le había tenido apartado del mundo que se tomaba un momento de reflexión. Exhausto, había decidido bajar a la niña de sus brazos y descansar un poco.
No podía apartar los ojos de aquella pequeña. Él había pasado por la peor experiencia de su vida pero era evidente que para el resto, para los que se encontraban en tierra, las cosas no habían sido mucho mejores.
Diego alargó la mano para tratar de consolar a la chiquilla, pero antes de acariciar su pelo se arrepintió. ¿Qué es lo que estaba haciendo? Las cosas se habían precipitado tan rápido que había actuado sin pensar. ¿Por qué había decidido llevarse a aquella niña del lado de su padre? Como si él no tuviera suficientes problemas. Tenía que dejarla ahí y salir de allí cuanto antes, pero tenía miedo de subir. En el fondo sabía que el estruendo que instantes antes había escuchado y los cascotes cayendo sólo podían significar una cosa: el maldito cabrón de Richard había cumplido su promesa y había hecho estallar la bomba. No había otra explicación posible. Diego se estremeció. ¿Qué hacer? Tenía que llegar a Wan Chai cuanto antes. Ahí estaba Santiago Méndez.
Estaba…
¿Y si de verdad estaba? Si la bomba había hecho saltar todo por los aires, quizá ya no quedara nada de Wan Chai ni de su contacto. No podía ser. Wan Chai estaba lejos, a unos cuantos de kilómetros de distancia, la onda expansiva no podía llegar tan allá. ¿O sí? Aunque recordaba perfectamente el dossier que el agente Johnson le había entregado en la reunión del hotel antes de partir hacia Valparaíso, no se consideraba ningún experto en armamento nuclear. No podía saber de los estragos que podría causar semejante artefacto hasta que no los viera con sus propios ojos. Y no tenía ganas de averiguarlo. Lo que tenía muy claro era que un mecanismo así liberaría una cantidad desorbitada de radiación. Desesperado, trató de ponerse en pie pero le abandonaron las fuerzas y comenzó a temblar inconscientemente, presa del pánico. En aquél oscuro refugio, al abrigo de la trémula luz crepitante, lloró desconsoladamente por primera vez en toda su vida. Hasta que, de pronto, notó como una cálida mano, del tamaño de una delicada flor, le llamaba la atención sutilmente tirándole de la camisa. No se había dado cuenta de que la muchacha se había acercado hasta él y con la otra mano apuntaba con el dedo índice hacia todos lados. Con los ojos aún vidriosos, Diego siguió con dificultad la dirección de su brazo sin ser muy consciente de que era lo que señalaba la niña, hasta que fue súbitamente consciente del porqué. El andén, las tiendas, los letreros… todo, absolutamente todo, estaba iluminado como si no hubiera pasado el tiempo por aquella estación.
—¿Qué? —lanzó la pregunta al aire, visiblemente conmocionado.
La estación parecía completamente normal, si no fuera porque habían saqueado la mayoría de tiendas y dejado los escaparates hechos añicos completamente.
Esta vez, Diego sí tuvo fuerzas para ponerse en pie. Se incorporó lentamente. La niña le imitó, agarrándose fuertemente de su mano. Ambos, en una curiosa coreografía no pactada, giraron sobre sí mismos, sin dejar de prestar atención a todo cuanto les rodeaba. El resto de personas que estaban a refugio en la estación parecieron imitar a la pareja. Casi todo el mundo se había puesto en pie lentamente, presas de la admiración más absoluta. Casi nadie podía creerse lo que estaban contemplando, pero no cabía duda de lo que era. La luz brillaba por todos lados.
***
La promesa de que la electricidad estaba a la vuelta de la esquina y de que no se había perdido para siempre, era como un veneno que actuaba lentamente en la mente de Jack. Se había obsesionado tanto con su móvil, que no dejaba de mirarlo cada poco tiempo, esperando ver de nuevo aquellas malditas letras encenderse de nuevo. Desde el espectáculo cuasi pirotécnico del firmamento de hacía unas horas, todo el mundo andaba como loco. La base estaba completamente revolucionada hasta el punto del caos. Todos se habían movilizado tratando de buscar una posible explicación a lo sucedido. Todos, salvo el capitán Bruce Miller.
Desde que Jack le contara lo de su hija, éste se había centrado por completo en encontrarla. Al capitán le había dejado de importar todo lo demás. Incluso que por breves instantes el mundo se conectara de nuevo. Él se había conectado con su hija y eso estaba por encima de cualquier otra cosa en este mundo. Durante las horas posteriores a la breve conexión no había hecho otra cosa que tratar de buscar toda la información posible respecto a Jessica. Resultaba que estaba en La Palma, en una misión oficial del ejército español.
Bruce no podía creérselo. Había encontrado a su pequeña casi sin proponérselo. Había sido una suerte increíble. Aunque todavía no la tenía delante de los ojos, ya casi podía sentir su rostro junto al suyo. Quería partir en seguida. Estaba ansioso por encontrarse con ella, pero no estaba previsto que zarpara ningún barco a La Palma. Y menos después de lo que acababa de suceder.
Por primera vez desde el desembarco, Jack sintió miedo. La gente se había revolucionado mucho más con esa breve conexión que con la propia desconexión. Aquello le recordó a los tsunamis. La ola que más daño hace no es la primera, la que entra en la tierra, sino la que vuelve al mar. Si con cinco minutos en los que todo había vuelto a funcionar la gente se había revolucionado de esa manera, no quería ni imaginarse hasta dónde podrían llegar si todo volviera a la normalidad de nuevo.
De pronto, se sintió desvanecer. ¿Y si ya no había vuelta atrás? ¿Y si se acaban los efectos de La Desconexión y el resultado era aún peor de cómo estaban? No se lo había planteado hasta ese momento.
Miró de nuevo su móvil y por fin lo comprendió. Estaba atrapado en ese mundo. Aquel era su mundo. El mundo de los ceros y los unos, de las transacciones bancarias y las pantallas de ordenador llenas de gráficos. Y le habían arrancado de cuajo de él. ¿Qué pasaría cuando volviera? Llevaba tanto tiempo desconectado de todo aquello que no sabía cómo reaccionaría. ¿Volvería al NYSE como si nada hubiera pasado? No podía ser tan sencillo. Aquello estaba resultando un hecho tan relevante que pasara lo que pasara ya nada podría seguir igual.
Jack dejó sus elucubraciones mentales a un lado y se centró de nuevo en la tarea más inmediata. Quería ayudar a Bruce con su asunto particular. Había perdido al capitán de vista, aunque lo encontró en su catre, sentado con la cabeza gacha. Se acercó hasta él y se sentó a su lado.
—No hay manera, Jack. Por más que lo he intentado, no he conseguido nada y el contralmirante Scott está tan ocupado que no he podido ni verle. Tengo que hablar con él para contarle lo que me has dicho. Él me comprenderá.
Jack compadeció a su amigo. Era evidente que estaba afectado por la situación. Era un oficial del ejército acostumbrado a mandar y en esa situación estaba completamente anulado.
—No te preocupes, Bruce. Ten paciencia. Todo se solucionará. Ya lo verás.
Jack no sabía por qué había utilizado una excusa tan pobre. Un fórmula estándar de ánimo que no aportaba absolutamente nada. Se sintió torpe, pero lo achacó a la situación. No había más que gente cruzando de un lado a otro de la sala, quien más quien menos con una medio sonrisa y charlando animadamente sobre lo que habían visto hacía unas horas. Estaba distrayéndose. Trató de centrarse en su amigo y poner más empeño en su consuelo.
—En cualquier caso —prosiguió—, tu hija tiene que volver aquí tarde o temprano, ¿no es cierto? —Bruce asintió, aunque sin levantar la vista del suelo. No estaba del todo convencido de esa parte— ¿Entonces? No pasa nada porque no puedas ir a por ella. Por lo que parece, Jessica sabe muy bien cómo cuidarse sola.
—Es una luchadora.
—En eso se parece a su padre —confirmó Jack con una sonrisa.
Por fin, el capitán alzó lentamente la vista y se encontró con la sonrisa sincera de su amigo.
—¿Cómo era aquello que me dijiste cuando me encontraste en el barco, Bruce? —preguntó al tiempo Jack.
El capitán hizo memoria y, al instante, también sonrió.
—¿Crees en el destino? —contestó a modo de pregunta.
—¿Crees en el destino? —repitió Jack, que se sacó de nuevo el móvil del bolsillo para mostrárselo a Bruce—. Sí que creo, Bruce. Creo que todo volverá a ser como antes y que pronto tendrás a tu hija tan cerca como me tienes a mí ahora mismo.
Bruce miró con profundidad al hombre que estaba a su lado. Por avatares del destino sus caminos se habían entrelazado. Un broker de la bolsa de Nueva York y un capitán del ejército. Una mezcla singular. Llevaba poco tiempo junto a aquel hombre, pero de todas las personas que habían compartido su vida, se sintió afortunado, precisamente, de que fuera él el que estuviera a su lado.
—Vamos —conminó Jack, al tiempo que se puso de pie.
—¿A dónde? —preguntó sorprendido Bruce.
—A por el contralmirante, por supuesto. Ese hombre no puede pasarse ocupado toda la vida. En algún momento tendrá un hueco libre para hablar con uno de sus mejores pilotos de helicóptero, ¿no crees?
Bruce dejó escapar una leve sonrisa y se incorporó del catre.
—Bueno, no es que ahora mismo haya mucho que pilotar…
—Pero lo habrá, Bruce —interrumpió Jack con voz apresurada—. Lo habrá muy pronto, ya verás.
El capitán miró de soslayo a su amigo al tiempo que ambos se levantaron del catre. En ese instante, se dio cuenta de que él no era el único preocupado por algo. Todos en la base lo estaban y Jack no iba a ser menos. A pesar de su apariencia fría y aparentemente tranquila, de sus palabras tranquilizadoras, era evidente que al broker le pasaba algo. Bruce había notado algo distinto en su manera de proceder, como si tuviera especial prisa porque todo se acabara. La extraña aurora que había vuelto a traer la electricidad horas antes le había alterado significativamente. No es que a él ese hecho no le hubiera conmocionado, a todos lo había hecho, es que a Jack parecía haberle sentado especialmente mal. Como si su mente atormentada pugnara por salir. Le había visto obsesionado con ese móvil durante demasiado tiempo. Como anclado a un pasado que Bruce no estaba seguro de que fuera a volver. Al menos, no con la agilidad que vaticinaba Jack. En lo más profundo de su corazón, el capitán sabía que aquello no tendría un remedio rápido. Algo le decía que todavía les quedaba mucho camino por recorrer y mucho por lo que sufrir.
***
No había nada mejor que una prueba irrefutable para apoyar una teoría. Y Franz había acertado de lleno con la suya. Estaba completamente convencido de que la aurora que hacía pocos minutos había cruzado el firmamento había traído consigo algo más que unos bellos colores. Había traído la luz. La luz que les había sido arrebatada hacía tanto tiempo.
Ahora sólo quedaba comprender lo que había sucedido para tratar de reproducir el efecto. Si conseguía aislar la fuente, quizá hubiera una oportunidad. Afortunadamente, estaba rodeado de auténticos expertos en ciencia. Y ciencia es lo que necesitaba.
Por primera vez desde hacía mucho, mirando todas esas caras de convicción, se permitió el lujo de sonreír abiertamente.
—Muy bien, señor Holmberg. Después de esta puesta en escena que me ha erizado la piel, dígame, ¿qué hacemos? ¿Mi telescopio sigue siendo de utilidad? —Ofreció Begoña.
Franz meditó por unos segundos la idea. La aurora había bloqueado durante tanto tiempo el Sol, que éste ya no se encontraba alineado con el telescopio y había vuelto inservible el experimento.
—No estoy muy seguro, señora Montes. Todavía es pronto para saberlo. Lo primero, tenemos que descubrir por qué se ha producido esa aurora.
—Pero, ¿de verdad que no habremos sido nosotros? —insistió Begoña.
—No, señora. No lo creo —reafirmó Franz—. La aurora ha venido desde el este, con un vector de dirección muy claro. No hemos sido nosotros.
—Entonces, ¿quién? —continuó Begoña, sintiéndose impotente.
—Es una de las cosas que tenemos que averiguar. Quién o qué lo ha provocado. ¿Alguna idea?
Todos bajaron la cabeza, meditando. Jessica, que no había vuelto a abrir la boca desde que pasara la aurora, fue la primera en intervenir, a pesar de que no le apetecía dar muchas explicaciones.
—Si esa aurora ha traído de nuevo la luz es evidente que, de alguna forma, ha conseguido anular los efectos de las ondas de interferencia.
Más que una contestación, parecía que Jessica argumentaba a viva voz sus propios pensamientos. Franz la miró con atención, casi con devoción. Luz, a su vez, se fijó en los dos. Viendo la cara de Franz, las dudas volvieron a asaltarla sobre la veracidad de la respuesta que le había dado respecto a Jessica. Era evidente que aquel hombre quería a su mujer y a sus hijos, pero también lo era que seguía sintiendo una atracción por ella. Luz no le culpó. Jessica ejercía un magnetismo especial del que era muy difícil resistirse. Cualquier hombre se sentiría atraído por ella. Al menos, Franz parecía tratar de luchar contra eso. Por su lado, Jessica parecía haberse enredado en su soliloquio, dando vueltas al origen de la aurora pero sin aportar nada concluyente. Parecía cansada, desmotivada, y Luz sabía perfectamente por qué. Jessica se lo había confesado esa misma mañana. Lo sabía todo. Les había oído. Sólo Dios sabía lo que estaría pasando por su cabeza.
Luz trató de despejar su mente y centrarse en lo verdaderamente importante en ese momento. Estaba ansiosa por aportar una idea que sirviera de algo. Llevaba demasiado tiempo siendo la comparsa del grupo y se moría de ganas de resultar útil. Al fijar su vista en Jessica, se centró casi sin querer en las estrellas y en su particular funcionamiento. Toda estrella no es más que un gigantesco horno nuclear en el que los átomos se fusionan los unos con los otros, liberando una cantidad increíble de energía en forma de luz, calor y otro tipo de radiaciones. Unas radiaciones que, bajo las condiciones adecuadas, podían contrarrestar los efectos de La Desconexión. Pero ¿cómo generar esas condiciones? Esa era la pregunta clave.
—¿Y qué tal una bomba? —preguntó en alto, casi sin querer.
Franz dejó de prestar oídos a Jessica y se centró en Luz, al igual que hizo el resto de la sala. Incluso Jessica dejó de hablar, un tanto sorprendida de que la hubieran interrumpido.
De pronto, Luz se sintió intimidada por la situación. Era la primera vez que obtenía la atención de todos y era algo a lo que no estaba acostumbrada. Su cuerpo reaccionó al instante ruborizándole levemente las mejillas.
—¿Una bomba dices? —preguntó Franz. La idea de la bomba ya la habían debatido en el CSUE la primera vez que hablaron sobre La Desconexión. El argumento lo había planteado Patrick, pero casi a modo de broma, y había sido descartado al instante por disparatado—. ¿Por qué has pensado en una bomba?
—Bueno… No estoy segura… —dudó Luz—. Es la única conclusión lógica que se me ocurre.
—Explícate —insistió Franz.
Luz parecía poco segura de sí misma. Se había aventurado demasiado pronto a exponer su conclusión y notó cómo le empezaba a temblar la voz. Aún así, trató de serenarse y explicar de la mejor manera sus argumentos.
—Bueno, estaba pensando en las radiaciones de la nucleosíntesis estelar. Ciertamente, si como suponemos, La Desconexión ha sido motivada por una supernova y esta aurora ha sido capaz de revertir sus efectos, parece lógico pensar que ambas procedan de la misma fuente. Pero suponer que la supernova produce La Desconexión y la aurora a la vez, a simple vista, parece contradictorio. Por eso, necesitamos de un elemento externo que desequilibre la ecuación, de ahí lo de la bomba, lo único medianamente potente que se me ocurre.
Luz dejó de hablar y respiró profundamente. No le gustaba hablar en público y menos ante una audiencia como aquella. En Moralzarzal, en su tienda, ella era la dueña de su destino. La que conocía cada producto, cada propiedad y para qué servía; pero allí, allí no era más que una mente de segunda. Estaba rodeada de gente a la que creía más capacitada que ella para la misión. Ella únicamente horadaba la superficie de la física y algo más de química, pero hacía mucho tiempo que no ponía en práctica lo aprendido en la Universidad. No sabía por qué había hablado. Había querido aportar algo, pero en el fondo no pensaba que la fueran a tomar en serio.
Todo el mundo permaneció callado durante un rato, meditando lo que acababan de oír. Por supuesto, estaban esperando la respuesta del director de CSUE, para validar o invalidar el argumento de Luz.
—¿Así que una contradicción dices? Una especie de reducción al absurdo por lo que veo… Umm… Tu argumentación es simplista aunque no por ello improbable. Tienes razón en suponer que el catalizador de la aurora tendría que ser de la misma envergadura que el de La Desconexión, pero de ahí a decir que ha sido producida por una bomba… ¡Sería cuanto menos colosal!
—Pues yo coincido con Luz —añadió Jessica secamente. A Luz le sorprendió esa respuesta tan sucinta y abrupta de Jessica, y más después de haberla cortado momentos antes.
—Y yo no digo que esté equivocada, simplemente que no lo ha argumentado suficiente.
Luz no sabía si continuar con la discusión. Se había puesto nerviosa. Ella no estaba a las órdenes de Franz, ni de nadie de los de allí. No tenía que rendirle cuentas a nadie y era libre de decir lo que quisiera, sin embargo, se sentía intimidada. Pero no le gustaba quedar en entredicho, así que decidió darle valor a sus argumentos tal y como se lo había pedido Franz.
—Reacción en cadena, Franz —respondió—. Tú mismo lo has dicho, aunque lo has expresado mal. Has hablado de un catalizador y ahí has dado la clave. Como sabrás, un catalizador es un elemento que se introduce en una reacción química para activarla o acelerar su efecto pero, técnicamente hablando, no interviene en ella. Cuando he dicho que sería contradictorio que una supernova produjera La Desconexión y la aurora a la vez, lo decía, precisamente, para apoyar la idea de ese catalizador. Sin él, la aurora no podría haberse manifestado, pero los efectos que notamos provienen de la misma supernova. Una vez activada en el sentido correcto…
De nuevo, reinó el silencio. Con la aclaración, el rostro de Franz cambió. Se notaba que al director del CSUE le había parecido coherente el razonamiento pero todavía no lo había expresado de viva voz. Se había quedado callado, mirando directamente a los ojos a Luz. Parecía como si la estuviese analizando. Luz se sintió más incómoda si cabe y desvió la mirada.
—Vaya con la señorita —intervino Begoña, que llevaba demasiado tiempo sin abrir la boca y ya empezaba a necesitar una buena ración de verbosidad—. Y parecía poca cosa cuando la compramos.
—Señora Montes —increpó Franz—. Por favor…
—Pero ¿qué he dicho? —Se sorprendió Begoña—. No he hecho más que ratificar un hecho. Parece completamente coherente lo que acaba de decir esta muchachita. Otra cosa bien distinta es quién sería el loco al que se le ocurriría hacer una cosa así. Si están pensado en una idea de esa índole, no piensen ni por asomo en traer un trasto de esos a mi casa. Una cosa es prestar mi juguete para hacer un experimento de ciencias y otra para hacerlo de pirotecnia.
—Nadie está pensando en volar estas instalaciones —matizó Franz con cierto tono de sequedad—. Aunque la hipótesis de Luz es interesante, no estoy convencido del todo. Cierto es que sus argumentos han ganado peso, pero no tenemos todavía nada en claro y bailamos al son de la mera especulación.
—¿Y no es ese el principal pilar del método científico? —intervino Jessica. Seguía con el gesto torcido y Franz lo notó, aunque no acertaba a saber el porqué.
—Bueno… —dudó— Sí, claro. Evidentemente, plantearse hipótesis que expliquen los hechos observados. Pero ya que mencionas el método científico, otro pilar fundamental del mismo es, precisamente, poder demostrarlas. Ponerlas en práctica mediante experimentos reproducibles. Ahí es donde surgen mis dudas.
—Y las mías —añadió Begoña.
—Eres tú quien ha preguntado, Franz. Si no te gusta lo que he dicho, podrías haberte ahorrado la pregunta.
Ya no era una, sino dos las mujeres que estaban torciéndole el gesto. Franz no sabía en qué momento había errado la trayectoria pero la conversación se le estaba escapando de las manos. Acababa de suceder un hecho sin precedentes y ahí estaba, tratando de explicarse qué pasaba por las mentes de las dos mujeres que tenía enfrente. Obviando a Begoña…
—Vamos, Luz. Tienes razón. Perdona si te he ofendido —trató de apaciguar—. No era mi intención juzgarte, pero comprenderás que lo que acabamos de presenciar se merece nuestra máxima implicación. No quiero que cometamos el más mínimo error y, si tenemos que apostar por una hipótesis, quiero que esa sea la que más garantías ofrezca.
—Sí, soy yo quien lo siente, Franz. No tendría que haberte contestado así. No sé que me ha pasado. Supongo que no estoy acostumbrada a hablar en público —Luz sonrío automáticamente y bajó levemente la cabeza como mecanismo de defensa.
—Ni falta que hace, querida. Hablar en público es de las cosas más monótonas que hay. Unidireccional a más no poder. Mira que a mí me gusta hablar, pero prefiero el cara a cara. El diálogo que tanta falta nos hace.
Reinó un minuto de silencio, en parte por el desconcierto que siempre surgía tras cada comentario de Begoña, en parte porque a nadie se le ocurrían más explicaciones.
—Estoy pensando… —interrumpió el momento de meditación global Jessica— ¿Y si fuéramos capaces de reproducir los efectos de la bomba pero sin el engorro de volarlo todo por los aires, de una manera mucho más localizada?
Franz volvió en sí y miró con incredulidad a la mujer.
—¿Qué has dicho?
Jessica parecía ensimismada, mirando al infinito con sus grandes ojos aceituna cargados de brillo. Empezó a caminar de un lado a otro como siempre hacía cuando se ponía nerviosa. Tenía una idea, aunque más que una idea era una intuición.
—Simplemente estaba mezclando conceptos: lo que ha dicho Luz acerca de activar la supernova en el sentido correcto, el láser que tenemos justo ahí —dijo, señalando al pequeño aparato que aún estaba acoplado al espejo Cassegrain— y el espectáculo de la aurora que acaba de surcar el firmamento— Jessica se paró en seco y miró a su audiencia—. ¿Habéis oído hablar del fenómeno de emisión estimulada de radiación?
Nadie se animó a contestar pensando que se trataba de una pregunta retórica.
—Es el principio en el que se basan, precisamente, los láseres y que llevan su nombre. Fue enunciado por Einstein en el año… ¡Bah! Soy fatal para las fechas —continuó Jessica un tanto enfadada consigo misma y retomando su andar errático de un lado a otro del pasillo del nivel superior del telescopio—. Lo que viene a decir este principio es que, con la energía adecuada, o sea, con fotones con determinada energía, es posible estimular ciertos electrones que orbitan alrededor de un átomo y que éstos decaigan en estados menos energéticos, liberando, así, fotones de idéntica energía a los que han provocado la transición. Vamos, en resumen y para no aburriros, que entra un fotón y salen dos: el que entró y uno de regalo liberado por el electrón. Esa, creo, es la luz que hemos visto. El origen de la aurora. Un potente láser a escala planetaria que ha surcado el cielo. Aunque más que láser, debería decir máser, ¿verdad? —De nuevo, Jessica hizo una pausa, pero no con la intención de que la contestaran sino para coger fuerzas y seguir con la explicación—. Sabemos que La Desconexión no actúa en la banda más energética del espectro, de hecho eso es lo que queríamos probar con este experimento; por tanto, lo que ha generado la aurora no es una luz láser, sino un máser. Un máser funciona por el mismo principio que el láser, pero aquí, en lugar de generar ondas de alta frecuencia generan microondas, las cuales sí sabemos que se han visto afectadas por La Desconexión. Eso me lleva a una conclusión que de simple, me parece obsceno que no se me hubiera ocurrido antes. Podemos hacer una prueba relativamente sencilla para anular los efectos de La Desconexión y comprobar si la teoría de la bomba de Luz es correcta. Y todo ello sin poner en peligro la vida de nadie, evidentemente.
***
Xiao estaba completamente maravillada admirando el increíble espectáculo lumínico que le envolvía como una cálida sensación placentera. Se había quedado ahí de pie, junto a aquel hombre, durante lo que le pareció toda una eternidad. Hasta que notó cierta presión en su mano y alzó la vista para ver de qué se trataba. Aquel extranjero la miraba directamente. Parecía completamente perplejo. Al igual que ella, se había quedado totalmente paralizado por la sorpresa. Pero, al momento, pareció como si tratara de transmitirle algo. De su boca salieron palabras que Xiao no comprendió y que le hicieron poner cara de circunstancia.
El hombre parecía desesperarse por momentos. Hasta que al final desistió y le indicó de manera agitada con la mano una dirección. Apuntaba hacia dentro de la estación. Xiao no comprendió. ¿Por qué querría ir de nuevo al interior cuando la salida estaba hacia el otro lado? Trató de hacerle entender que había equivocado la dirección pero aquel hombre no parecía estar para muchas explicaciones. La asió en brazos y con una carrera torpe se introdujo en las entrañas de la estación. Antes de que a Xiao le diera tiempo a reaccionar y tratar de zafarse de su captor pudo ver cómo, a lo lejos, se iniciaba una pelea entre cinco o seis hombres que habían empezado a asaltar una de las tiendas de la estación.
***
El cuartel general que la Armada había montado en la Base Naval, no brillaba por su pomposidad y ostentación. Más bien al contrario, se asemejaba a un puesto avanzado en un campo de batalla. Al igual que habían hecho con el resto de integrantes de la expedición, lo habían levantado en uno de los hangares cerca del muelle de forma improvisada, a pesar de que la base contaba con múltiples edificios infinitamente más cómodos y preparados. Parecía como si el almirantazgo no quisiera que su gente se pusiera cómoda y se preparara para una pronta partida.
—No sé por qué te he hecho caso, Jack. No sé qué pretendes conseguir con esto.
—Vamos, Bruce. ¿Qué tenemos que perder? Si nos rechazan, al menos habremos estirado las piernas.
La entrada del hangar era un hervidero de actividad. Numerosos soldados entraban y salían del edificio de manera apresurada, con instrucciones que repartir como los neurotransmisores de un cerebro gigantesco.
—¿Has visto qué de gente? Desde lo de antes, no ha parado este trajín. Ya me dirás qué vamos a hacer.
—Tú tranquilo, confía en mí —respondió Jack con una sonrisa pícara.
La pareja se acercó hasta la entrada en la que un guardia uniformado les dio el alto.
—Lo siento, caballeros. No pueden pasar sin autorización.
Jack se fijó en la camisa de camuflaje del soldado. En un pequeño bordado a la altura de su pecho pudo leer su nombre: J. Scott.
—Vaya, soldado. ¿No será usted pariente del propio contralmirante? Ya sería casualidad.
El soldado no hizo ningún gesto de empatía por la ocurrencia. Seguramente, le habrían hecho innumerables veces la misma broma.
—Está bien —continuó Jack sin inmutarse tampoco—. Venimos a ver al contralmirante.
—Como decía, no pueden pasar sin autorización —insistió el soldado.
A Jack, tanto protocolo le exasperaba. Ya lo había vivido con Liam en el puerto de Manhattan y, como en aquella ocasión, el soldado de turno les invitaba a darse la vuelta. Pero esta vez no estaba dispuesto a hacerlo. Esta vez sería distinto.
—Lo sabemos —respondió Jack, ante la mirada distante del soldado—, pero, créame, lo que le voy a decir valdrá como autorización.
Jack notó un sutil cambio de actitud en el soldado que definió como curiosidad. Era el efecto que esperaba conseguir. Incluso produjo el mismo efecto en Bruce.
—Marine, ¿conoce a este hombre? —preguntó, continuando con la intriga. El soldado negó con la cabeza.— Es el capitán Bruce Miller, dirige una pequeña brigada que está asentada en uno de los barracones, pero no es mi intención impresionarlo. Me imagino que por aquí pasarán muchos jefazos… —El soldado volvió a adoptar una postura anodina— Si le cuento acerca del hombre que me acompaña no es por su rango sino por su apellido: Miller. Resulta que, además de capitán, es padre. ¿Usted es padre, soldado? —Un leve gesto de asentimiento le valió a Jack para continuar por donde quería. Que aquel hombre fuera también padre podría hacerle empatizar más fácilmente con Bruce— Le felicitó por ello. No quiero entrar en si es niño, niña o ya adolescente, aunque por su edad imagino que no tendrá muchos años.
—Cuatro para ser exactos. Se llama Hanna —contestó el soldado, que parecía haberse relajado un poco.
—Bonito nombre —celebró Jack—. Mi amigo también tiene una hija: Jessica. Aunque me temo que la suya está algo más crecidita, ¿verdad, Bruce?
Ambos amigos compartieron una sonrisa.
—Resulta que Jessica está aquí en España, en una misión de suma importancia y es nuestra obligación informar al contralmirante de su paradero.
—¿Una misión de suma importancia? —se interesó el soldado.
—¡Y tanto! Es incluso posible que lo que acaba de pasar tenga que ver con ella.
—¿Con ella, dice?
—Jessica Miller trabaja en el Centro de Satélites de la Unión Europea y actualmente está en la isla de La Palma, en misión oficial del ejército de España, tratando de restablecer las comunicaciones del mundo y, a juzgar por lo que acaba de pasar, yo creo que van por buen camino.
El soldado abrió con sorpresa los ojos.
—¿No se creerá que lo que acaba de pasar tenga algo que ver con lo que me dice? —preguntó con ironía.
—¿Y por qué no? ¿Acaso tiene una explicación mejor? En cualquier caso no nos corresponde a nosotros juzgarlo. Para eso está la maravillosa cadena de mando del ejército, ¿no le parece? Ahora bien, a tenor de las circunstancias, ¿no cree que lo que acabo de decirle es de suficiente calado para que se lo expliquemos al contralmirante?
El soldado dudó. Jack pudo leer perfectamente el proceso mental que estaba llevando a cabo su cerebro. Cómo se debatía entre contravenir una orden directa o hacer lo correcto. Al fin y al cabo, lo que acababa de contarle era suficientemente jugoso para correr el riesgo.
—Acompáñenme —contestó al fin.
Bruce no daba crédito. Jack lo había conseguido. Había conseguido manipular al soldado y llevarle a su terreno. Se notaba que aquel hombre estaba acostumbrado a negociar. En cierto sentido, Wall Street se parecía a un campo de batalla.
Custodiados por el soldado, atravesaron el hangar hasta unas dependencias que habían montado al fondo y que hacían las veces de despachos.
—Aquí es. Aguarden un momento, por favor —anunció el oficial.
Dentro, si cabe, las cosas estaban más revolucionadas que fuera. Había soldados por todos lados, hablando en pequeños corros y de aquí para allá. Jack no tenía una imagen clara de lo que estaba viendo.
—Hay que ver la que tienen aquí montada —expresó.
—Demasiado… —respondió Bruce.
El capitán se fijó con detenimiento en un grupo de cinco soldados que estaba justo delante. Reconoció las caras de un par de ellos. Eran los capitanes del Gran Despertar y Viejo Mundo. Estaban mirando con gesto muy serio unos papeles que sostenía uno de ellos en la mano.
—Esto no me gusta —dijo.
Jack, que estaba un poco distraído con una oficial rubia de uniforme blanco, volvió en sí y se fijó en el grupo al que estaba mirando su amigo.
—¿No te gusta? ¿Qué no te gusta?
—Todo esto. Parece que…
—Señores… —interrumpió el soldado que les había llevado hasta allí— El contralmirante les atenderá en seguida. Me ha dicho que disponen de cinco minutos.
Ante las buenas noticias, Jack esbozó una sonrisa de satisfacción, pero al mirar a Bruce comprobó que éste no sonreía.
—Vamos, Bruce. Que éste es tu momento. ¿No te alegras?
—Ya veremos, Jack. Ya veremos.
***
—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó Diego en voz alta, más con la intención de que sus palabras las absorbieran aquellas paredes mugrientas que los tiernos oídos de la niña que estaba a su lado y que le miraba con una expresión indefinida.
Había escapado del vestíbulo de entrada con ella a cuestas y hasta que no habían llegado a la entrada del túnel de la línea que les llevaría a la estación de Wan Chai no la había soltado. Estaba hecho polvo y se había tomado un pequeño descanso antes de continuar. Aunque no quería parar demasiado tiempo. Quería llegar a su destino cuanto antes. Después del pequeño altercado que minutos antes había presenciado, optó por hacer el camino por la vía del metro. Dedujo que ese camino sería más seguro que la superficie, a pesar de la oscuridad palpable. Además, estaba el asunto de la radiación. No quería arriesgarse a contaminarse con no sé qué cosa allí arriba.
Sí, aquel túnel oscuro sería su refugio. En cierto modo, aquella sensación claustrofóbica que se abría ante él le recordó al pequeño pasillo entre contenedores de la cubierta del Impostor que conducía a la bomba. Sintió un escalofrío, pero se sobrevino rápido. Aquello no conducía a ninguna bomba. Aquello conducía a su libertad y eso bien valía el sacrificio de dar un paso al frente. Pero antes de hacerlo, Diego miró de nuevo a la niña. Estaba ahí, de pie, callada como una tumba y mirándole a su vez con ojos penetrantes. Diego se sentía incomodó a su lado pero, por alguna extraña razón, también se sentía en paz. Como si su simple compañía expiara sus pecados.
—Deja de mirarme así, ¿quieres? —la increpó sin demasiado entusiasmo— Lo cierto es que no sé por qué no te has ido corriendo ya con los tuyos. Con que no te cruces con esos de antes, te irá bien —mintió. No sabía muy bien qué decir, ni qué hacer.— No tienes por qué seguirme. Lo sabes, ¿verdad?
Xiao seguía mirando a aquel hombre con ojos inquisidores, dibujando pensamientos abstractos en su cabeza y creyendo intuir lo que le estaba preguntando.
Sabía que aquel era un momento decisivo. Ante ella se abría una oscuridad que no estaba segura de querer atravesar, pero atrás no había más que muerte. Y allí estaba ella, entre dos mundos y como compañero de viaje un hombre al que no comprendía.
Sus caminos no podían haberse cruzado por casualidad. Aquel hombre había aparecido en el momento justo en el que su maestro había muerto. Ni un minuto antes, ni uno después. Aquello sólo podía significar una cosa… Aquel hombre tenía que ser un buda. Bajito, regordete y, aunque no era calvo del todo, la cabeza le clareaba bastante. La viva imagen de Bu-Dai, como lo había bautizado. Lo único que no cuadraba era que Bu-Dai era un buda alegre y aquel hombre todavía no había sonreído ni una sola vez. Xiao achacó esto último a que tendría cosas importantes que hacer antes de manifestarse con su verdadera naturaleza. Aunque también cabía la posibilidad de que aquel hombre todavía no supiera que era un buda. Tal y como se comportaba, parecía un hombre normal, aunque el instinto de Xiao le decía que había mucho más. Por su cara sabía que era extranjero, eso era más que evidente. En su viaje se había cruzado con muchos de ellos, aunque ninguno como aquel. Bu-Dai tenía una manera distinta de mirar. Tenía la misma mirada que su maestro. A pesar de los inconvenientes, a pesar de sus lágrimas de antes, sus ojos mostraban determinación. Un camino a seguir. Estaba convencida de que, de algún modo, el espíritu de su maestro habría conseguido escapar de su cuerpo marchito para acabar en el de Bu-Dai con el fin de poder continuar su viaje. Era un préstamo. Su maestro no se había apartado de su misión. De alguna manera, seguía protegiéndola. Velaba por ella. Bu-Dai estaba ahí para ella y ella no se separaría de su lado. Aquel hombre le había rescatado de un rincón oscuro y lúgubre y le había mostrado la luz. La misma luz que la había abandonado hacía tanto tiempo había vuelto con él. Sí, esa era una señal. No cabía duda. Tenía que seguir hasta el final. Hasta donde le llevara el destino.
Xiao agarró con fuerza la mano de Bu-Dai y, juntos, se adentraron de nuevo en las tinieblas que les conducían hacia el nuevo mundo.
***
—En fin, capitán Miller y señor…
—Cooper. Jack Cooper, señor contralmirante, señor.
Jack se quedó un segundo callado, sorprendido de sus propias palabras. Al igual que el contralmirante Scott. Era la primera vez en su vida que le llamaban señor contralmirante y le había hecho gracia. Su porte regio solía causar impresión a militares y civiles por igual, y aquel hombre no iba a ser una excepción.
—Tomen asiento, por favor. Capitán, ya me ha contado someramente el soldado William el motivo de su visita. Estoy al corriente de su situación, no lo dude.
—Señor, ¿nos estamos preparando para partir? —preguntó secamente Bruce.
Jack se sorprendió ante la pregunta. Así que era eso. Bruce había cambiado el semblante justo al entrar en el hangar al ver aquella pequeña revolución de gente. Nunca le había visto tan serio.
—Vaya, no se le escapa una, ¿verdad capitán?
Bruce guardó silencio. Sabía que la pregunta del contralmirante era retórica. Le conocía bien. El contralmirante era un hombre práctico que no se andaba con rodeos. Estaba acostumbrado a mandar y a no dar demasiadas explicaciones. Bruce no quería fastidiarla con una contestación superflua que irritara a aquel hombre. Si de verdad se iban a ir, quería saber cuándo y por qué.
—Es correcto —continuó el contralmirante—. Nos vamos en un par de días, en cuanto estemos listos. Acabamos de tomar la decisión. Siéntanse afortunados. Son de las primeras personas en saberlo.
—Pero ¡qué dice! ¿Que nos vamos? —preguntó atónito Jack. La respuesta del alto cargo del ejército le había dejado perplejo que se le habían escapado sus palabras.
El contralmirante sonrió. Jack le había caído en gracia y no le tuvo en cuenta el exabrupto.
—Efectivamente, señor Cooper. Lo ha escuchado perfectamente. Nos vamos.
—Pero… ¿y eso? ¿Cómo tan de repente? ¿Tiene que ver con la aurora, verdad? —insistió Jack sin guardar las composturas.
El contralmirante pasó por alto el tono apasionado del civil y se limitó a responder someramente.
—Eso no puedo decírselo por el momento, señor Cooper. Limítese a disfrutar con el hecho de que vuelve a casa. Aquí ya no pintamos nada.
—Pero… —intervino Bruce. Por nada del mundo quería marcharse. No tan cerca de su hija. Lo que había sospechado segundos antes de entrar se lo acababa de confirmar quien tomaba las decisiones. Jamás se le hubiera pasado por la cabeza que se quisiera ir tan pronto. Si había llegado a la desesperación por entrevistarse con aquel hombre, ahora había alcanzado un punto mayor si cabe por sus palabras. No podía irse, pero no sabía qué podía hacer para impedirlo.
—Entiendo por su expresión, capitán, que esto no es de su agrado.
—No, señor. Si como dice está al cargo de mi situación, comprenderá que no me quiera marchar. Es más, si me lo permite, lo que yo venía a proponerle…
—Usted no venía a proponerme nada —zanjó el contralmirante. En un instante, había pasado de una actitud distendida a endurecer el semblante.— Soy consciente de que su hija está en las islas, jugando a Dios sabe qué cosas con esa delegación del ejército de España, pero ese no es nuestro problema. Nuestro problema son los más de dos mil americanos refugiados en esta base. Y los millones que hemos dejado en casa. ¡Esa es nuestra prioridad! Y si por un segundo se ha pensado que iba a destinar algún recursos para otra cosa que no sea la misión es que no me conoce bien.
Bruce se tragó las palabras del contralmirante como un ácido que le escoció la garganta.
—Señor, yo… —se atrevió a decir.
—Usted quería volver con su hija. No me tome por estúpido. Es normal y lo comprendo, capitán. Pero no puede ser. Su hija tendrá que valerse por sí misma. Y a juzgar por lo que sé, no parece que le esté yendo mal.
Bruce no sabía qué contestar. Estaba convencido de que cualquier cosa que dijera resultaría en vano. Jack, por su parte, estaba completamente alucinado con el contralmirante. En cierto sentido, le recordó a Bradley: autoritario y déspota. Era el tipo de gente que estaba tan arriba en el escalafón que era imposible que pudiera fijarse en una persona en concreto. Para ellos, el resto de la humanidad era un organismo uniforme cuyas particularidades pasaban a un segundo plano.
—Si no se le ofrece nada más, capitán, le sugiero que prepare a sus hombres para partir cuanto antes. Ya tiene sus órdenes. Señor Cooper, un placer.
El contralmirante bajó la cabeza y hundió la mirada en la pila de papeles que descansaban sobre su escritorio. No había nada más que hacer. Jack y Bruce dieron media vuelta y volvieron por donde habían venido. El soldado que les había dejado entrar les acompañó también a la salida. Nadie habló. Los dos amigos iban conmocionados, rumiando por dentro lo que acababan de escuchar. En el fondo, para Jack las palabras del contralmirante eran una bendición. De confirmarse, significaba que volvería a casa con Julia. Aunque, de una manera siniestra, también implicaba que Bruce no viera a su hija. ¿Por qué era todo tan complicado? Quedaba una semana. Una semana en la que todo podría cambiar. Sólo había que encontrar la manera de hacerlo.
—¿Estás bien, Bruce? No le hagas caso, todo se solucionará.
—No, Jack. No se solucionará. Esto es no tiene sentido.
—Bueno Bruce… Teniendo en cuenta el poco sentido que ha tenido lo que acabamos de ver… Yo diría que no es tan descabellado que el contralmirante quiera volver.
—No, no es eso lo que digo. Entiendo que quiera volver. Visto que en Europa tampoco hay luz, es normal. Lo que no tiene sentido son las prisas por hacerlo. ¿Dos días? Es muy poco tiempo para reabastecerse. ¿Y no has visto la cara de los capitanes cuando hemos entrado? —Jack negó con la cabeza—. Créeme, aquí está pasando algo más que no nos han contado y tenemos que averiguarlo antes de que sea demasiado tarde.
FIN DEL PRIMER CAPÍTULO