Amaia no pudo reprimir el impulso de abrir el mensaje. Al instante, la pantalla de su móvil mostró, inocentemente, aquello que no quería ver. Aunque apartó la mirada todo lo rápido que pudo, el mal ya estaba hecho. Dejó caer el móvil y éste, casi por vergüenza, fue a parar debajo de la cama.
Amaia aplastó la cara contra la almohada, tratando de ahogar las lágrimas que acudían con avidez a sus ojos. Ni siquiera el esponjoso edredón de Minnie, que aún conservaba de cuando sus padres se lo regalaran con ocho años, pudo frenar su desconsuelo. Contaba quince años y una vida rota.
***
—Una niña —respondió con indiferencia el agente Marcos.
El inspector Carlos Morales traspasó el cordón policial y se acercó a su compañero. Media hora antes, justo al comienzo de su turno, a las 8:00 de la mañana, había recibido un aviso de la Central. Alguien con evidentes signos de histeria había llamado al 112 alertando de un posible suicidio en la calle Tablada. No era, precisamente, la mejor forma de comenzar el día.
—Cuatro pisos, tío. Menuda hostia —agregó Marcos, enfatizando sus palabras con un silbido agudo que terminó con un sonoro “boom”.
Carlos le miró con desaprobación. Aquel tipo no le caía bien del todo. Llevaban poco tiempo juntos, pero desde el principio habían empezado con mal pie. Una desafortunada opinión sobre su manera de vestir había bastado para ello. Era un bocazas irremediable, un insensible de cojones y un temerario con el arma. Mala combinación en un oficio que procuraba la protección de los ciudadanos.
Marcos se había quedado de pie con los brazos en jarras, esperando Dios sabe qué tipo de respuesta a su onomatopéyico análisis de la situación. Como era demasiado temprano y estaba demasiado cansado para comenzar una discusión con él, Carlos trató de ignorarlo y centrarse en la muchacha que yacía en el suelo, boca abajo y en una postura imposible.
***
Al cabo de cinco minutos, Amaia dejó de llorar por puro agotamiento. Con dificultad, se incorporó de la cama y se fijó en la ventana. Se acercó a ella y se asomó al exterior. Ya había anochecido y no había luz en la calle, salvo por una farola que lucía intermitente, presagiando su funesto final. No le gustaba esa ventana. Aunque la calle a la que daba era amplia, enfrente tenía una casa a medio construir que unos chavales habían tomado como recinto de pruebas para su arte urbano. Sí, detestaba esa ventana. Y todo lo demás, pero a quien más detestaba era a ella misma. Y a él. Sobre todo, a él. Todo se había ido a la mierda por su culpa.
Amaia abrió la ventana con rabia. Al momento, un aire frío e impersonal se coló en el interior. Ella se estremeció, tratando de protegerse el pecho con los brazos. Únicamente llevaba puesta una camiseta blanca de tirantes y un pantalón de pijama corto que no eran suficiente abrigo para las ásperas noches de marzo. Recostó la tripa sobre el alféizar y se asomó al exterior. Su largo cabello rubio lamió la pared. El silencio era sepulcral. Unos cuantos metros más abajo, dos coches mal aparcados eran los únicos testigos de su desazón.
—¡Maldito seas! —lloró— ¡Maldito seas! —repitió.
***
En pocos minutos, una multitud de curiosos ya se arremolinaba alrededor del cordón policial, atraídos como lobos ante la carne muerta.
—Mira que la gente es macabra —apuntó Marcos—. Me cago en la puta. ¡Vamos, señores! ¡Esto es una investigación policial! ¡Dispérsense o lo haré yo de mala manera!
Por una vez, Carlos no podía estar más de acuerdo con su compañero. No le gustaba trabajar con decenas de ojos pegados al cogote, aunque, a veces, no le quedara más remedio. Los escenarios sobre los que trabajaba ocurrían donde tenían que ocurrir y rara era la vez que le dejaban tranquilo.
Cuando Marcos volvió de espantar a la muchedumbre encontró a Carlos sobre la muchacha, en cuclillas, mirándole el brazo derecho. El forense parecía haber acabado con su labor y despachaba a gusto con los miembros de la unidad judicial.
—¿Qué has encontrado, sabuesillo?
A Carlos le reventaba que le llamara sabuesillo. Era ofensivo, pero a Marcos parecía encantarle. Lo pronunciaba siempre con una sonrisa torcida, enfatizando cada maldita letra: S-a-b-u-e-s-i-ll-o. Como si su edad fuera importante. Se había ganado el derecho a ser inspector de policía mucho más que él, que a sus cincuenta y dos años no había conseguido ser siquiera oficial.
—Aquí, en su muñeca —respondió, ignorando como siempre el insulto velado del carcamal que le sonreía bobaliconamente enfrente.
Marcos se acercó y se agachó con un sonoro quejido, más de pereza que de verdadero dolor.
—¿Qué estamos mirando? ¿La pulsera? —preguntó desconcertado.
—Sí, es como ésta. —El inspector indicó su propia muñeca, donde llevaba puesta una pulsera igual a la de la víctima— La compré ayer mismo. Es de esas que te toman el pulso, registran tus pasos y te dicen cuánto tienes que dormir.
—Ah —respondió Marcos, abriendo la boca y los ojos, fingiendo sorpresa—. ¿Y ahora qué marca? ¿Cero pulsaciones?
—No seas tan capullo, ¿quieres? —Marcos esbozó una mueca burlona—. Tómatelo en serio, joder.
—Perdona, perdona —respondió, sin borrar la sonrisa de su cara—. Es que me ha hecho gracia, eso es todo. Seguro que el último mensaje de la condenada pulsera habrá sido: “Está usted cayendo demasiado deprisa. Aminore o se la va a pegar”. Ja, ja, ja.
“Pero qué hijo de puta”, pensó Carlos.
—¿Han avisado ya a sus padres? —zanjó, tratando de cambiar de tema.
—Jesús estará al caer. —La expresión de Marcos cambió al darse cuenta de sus palabras. Esta vez lo había hecho sin intención. No pretendía cabrear más de la cuenta a su superior o se pasaría buena parte del día ordenando papeles—. ¡Hostias! No me he dado cuenta del juego de palabras. Perdona. Quiero decir que bajará pronto, supongo. Voy a buscarle —añadió, como excusa para dejarle a solas. Le divertía picarle, pero esa mañana parecía que su compañero no estaba para muchas bromas.
Carlos respiró de alivio. Estaba a punto de estallar, pero, afortunadamente, el imbécil de Marcos se había marchado. Así, al menos, dispondría de unos minutos a solas para investigar la escena antes de que los padres bajaran y reconocieran el cadáver.
—Domingo, ¿sabemos algo? —le preguntó al forense, que seguía de cháchara con un miembro de la unidad judicial que Carlos no reconoció.
El médico se limitó a encogerse de hombros, signo de que no había podido determinar con exactitud la causa de la muerte. “Siempre mandan a los más incompetentes”, murmuró Carlos, sin dejar que el especialista le escuchara. Al final, como siempre, le tocaría ir al Instituto Anatómico Forense para esclarecer lo sucedido, aunque las evidencias apuntaran a lo obvio.
Carlos miró hacia arriba. Los vecinos de los primeros pisos estaban asomados a las ventanas, mirando con morbo todo cuanto sucedía unos metros más abajo. Algunos, al cruzar la mirada con el inspector, apartaron la vista y se metieron dentro. Pocos aguantaban la mirada inquisidora de un policía. Algo tiene la autoridad, que hace culpable hasta al más inocente.
Carlos siguió trepando con la vista por aquella fachada sucia y anticuada, hasta la ventana del cuarto piso. Según el informe que le habían pasado de la Central, era la que pertenecía a la víctima. Mentalmente, trazó la trayectoria parabólica del cuerpo al caer. Bajó la vista con rapidez, siguiendo esa curva imaginaria y sus ojos fueron a parar a un Opel Corsa rojo que tenía un gran abollón en su capó. Supuestamente, el cuerpo de la muchacha había impactado primero contra el coche, salpicando de sangre el capó, el parabrisas y la acera, antes de acabar en el suelo. El impacto había sido brutal. Un cuerpo de aproximadamente cincuenta kilos, cayendo a plomo desde tan alto, ejercía una fuerza descomunal. A todas luces, una manera definitiva de cometer un suicidio.
***
El corazón de Amaia latía con mucha fuerza. “Pum-pum, pum-pum-pum, pum-pum”. Su cuerpo estaba preparándose para lo que su cerebro había decidido, trágicamente, segundos antes. Era curiosa la manera de proceder de nuestro cuerpo. Cómo, sin querer, nos conoce más que nosotros mismos. Al fin y al cabo, vivimos de prestado en él.
Amaia levantó una pierna con dificultad y la sacó por la ventana. Se agarró con las manos al marco y al alféizar y sacó la otra pierna. Ahora su corazón latía desbocado, bombeando la sangre a litros y poniendo en alerta todos sus músculos. De algún modo, trataba de evitar lo inevitable. Sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas. La vista se le nubló, aunque no el juicio. Se llevó una mano al pecho, no para buscarse el corazón, sino algo que ya no parecía estar donde lo dejó. Hizo un amago de saltar, pero le fallaron las fuerzas. Estaba muy nerviosa. Había anulado todos los sentidos. Se había encerrado en sí misma, apartándose del mundo exterior que había pasado a un segundo plano. Ya solo contaba lo que le pasaba por dentro. Pero por dentro sólo pasaba una cosa. No podía quitarse de la cabeza el mensaje que minutos antes había recibido en su móvil. Ese maldito texto lo significaba todo. Y, por consiguiente, ella ya no era nada.
***
Un molesto carraspeo de la radio atrajo la atención de Carlos.
—Dime, Marcos. ¿Qué pasa?
—Jesús ya les ha contado a los padres lo que ha pasado. No sabían nada. Están jodidos, tío. Quieren bajar ya.
—Dame un minuto. Quiero echar un último vistazo.
Saliendo de la ventana del cuarto, Carlos pudo oír perfectamente los gritos desconsolados de los padres. Resultaba sobrecogedor. Una música de ambiente funesta, acorde con la trágica escena que estaba presenciando.
No lo podía dilatar más. Tenía que hacerles bajar. Tomó sus últimas notas en el móvil. Nunca le habían gustado las libretas. Le parecían un tópico anacrónico y absurdo. Con su cuenta de Evernote disponía de toda la información online, lista para ser consultada desde cualquier dispositivo. Además, le permitía ser más meticuloso. Le gustaba apuntar cada detalle, incluso su propio estado de ánimo, por si le podía servir de pista en el futuro. La app le mostró la última anotación que había hecho:
<<12-3-16 (23:46): Acuérdate de esta noche>>
Carlos se sorprendió al leerla.
—¿Qué cojones apunté? —se preguntó, aunque no le dio mayor importancia. A veces le sucedía, apuntaba cosas supuestamente sin sentido que luego le costaba recordar.
Obvió la nota y le dio al botón de nueva:
<<13-3-16 (8:45): Nervioso – Posible suicidio. Mujer 15 años aprox. Rubia. Atlética. Camiseta blanca y pantalón corto. Calle Tablada con calle Hierbabuena. Salto desde un cuarto. Fuerte contusión en la nuca. Opel Corsa rojo. Matrícula M-3843-PL. Pulsera Biohealth. Reposa en el suelo boca abajo>>
—Marcos, ¿estás ahí?
***
—Tranquilos. Todo saldrá bien.
Marcos no sabía qué decir. Delante de él, sentados en un cutre sofá hortera del verde más feo que había visto en su vida, dos pares de ojos le miraban con la cara descompuesta. Unos padres que habían visto truncada su felicidad en lo que se tarda en salir de la cama.
Marcos no dijo más. Se limitó a distraer la mirada y mantener el semblante serio. Hacía tiempo que había dejado de impresionarse por las muestras de dolor. Había vivido tantas que, desgraciadamente, no le quedaba ni un tique de comprensión. El último lo gastó cuatro años atrás, cuando le llamaron por un accidente de tráfico. Un niño, de apenas diez años, tras recibir una paliza de su padre, había decidido huir de casa. Al pobre infeliz no se le había ocurrido otra cosa que robar el Mercedes SLK familiar. Quizá presa de los nervios, quizá porque, según los informes posteriores, era un grandísimo hijo de puta, arrancó el coche y salió descontrolado, destrozando la verja de entrada del jardín de su lujoso chalet. Desde sus 144 centímetros de altura, la visión de la carretera no era la más óptima. La alta velocidad, unida a la reducida visibilidad hicieron el resto. El chaval pagó con su vida el guantazo de su padre y se llevó de propina a una pareja de novios que estaban dándose el lote en un banco.
—Jesús —pronunció en voz baja, distrayéndose de sus pensamientos—. ¿Qué hay del psicólogo? ¿Dónde coño está?
El agente hizo un gesto con la mano, señalando que aún tardaría en llegar. “Cojonudo”, pensó Marcos. En ese momento, sonó la voz de Carlos al otro lado del emisor.
“Marcos, ¿estás ahí?”. Su salvación. Por fin. El maldito muchacho sabría manejar el asunto. Siempre lo hacía. Carlos tenía algo especial, quizá fuera su particular manera de mirar, con esos ojos profundos y reflexivos que transmitían paz. Era condenadamente complicado hacerle perder los nervios. Y mira que él trataba de sacarle de sus casillas. Disfrutaba haciéndole perrerías, pero el desgraciado casi nunca saltaba. Y eso le exasperaba.
—¿Señor? Sí, estamos aquí. ¿Bajamos?
—Sí, bajad cuando podáis. No hay prisa. Cuando estén listos.
—Pues ya. No aguanto más en esta casa. —Marcos colgó la radio—. Señores —añadió dirigiéndose a los padres—, bajamos. Estas cosas, cuanto antes, mucho mejor. Créanme.
***
A Laura y Roberto les temblaban las piernas. A pesar de ir apoyados el uno en el otro, eran incapaces de dar más de dos pasos seguidos sin agarrarse a algún sitio. Estaban destrozados. Su hija se había suicidado. Eso era lo que les había informado, apenas media hora antes, un agente uniformado. Roberto no se lo podía creer. Todavía medio dormido, pensó que aquel extraño le estaba gastando una broma de mal gusto. Corrió a la habitación de Amaia para despertar a su niña, pero encontró la cama vacía. Como había anticipado el agente, la ventana de su cuarto estaba abierta de par en par, pero Roberto no se atrevió a mirar abajo. En ese momento fue consciente de que aquello no se trataba de ninguna broma y le abandonaron las fuerzas. Comenzó a llamar a su pequeña a gritos, tratando de devolverla al mundo presente, pero, como respuesta, sólo obtuvo el llanto ahogado de su mujer, que se había hecho un ovillo en el sofá.
—Vamos, cariño. Un paso más —dijo Roberto, intentando sujetar a su mujer, que arrastraba los pies por el descansillo.
—Vaya con cuidado, señora. No vaya a tropezarse por las escaleras —contestó Jesús, que iba más pendiente de los pasos de los padres que de los suyos propios.
Tardaron un mundo en bajar los cuatro pisos. El hueco de la escalera devolvía amplificados los sollozos de las dos ánimas en pena. Incluso podía escucharse, sutilmente, el frenético latido de sus corazones. Cada paso que daban, les llevaba inexorablemente al vacío y la soledad. Tras unos minutos, la luz que se filtraba por el rellano de la escalera les anunció que había llegado al final del camino. A través de los sucios cristales del portal, manchados tras el paso de innumerables manos ansiosas por llegar a casa, pudieron distinguir, levemente, un cordón policial amarillento que no invitaba a ser traspasado.
—Señores, vamos. Cuanto antes pasen el mal trago, mucho mejor —repitió Marcos, que estaba poniéndose histérico de bajar a paso de procesión.
Se adelantó y abrió la puerta. A su izquierda, apareció Carlos, custodiando el cuerpo de una muchacha que yacía boca abajo en el suelo, con el pelo rubio enmarañado por toda la cabeza. Al salir, Laura reconoció la ropa y profirió un grito, cayéndose hacia atrás. Roberto estuvo rápido y la agarró, sentándose junto a ella en la acera.
—¡No, no, no! —gritó la mujer.
Marcos se acercó y trató de levantar a la madre con toda la dulzura que no era capaz de transmitir. La mujer se dejó hacer. Estaba completamente anulada. Ya no era dueña de sus actos. Agarrada por su marido y por el agente parecía un títere de dos cuerdas.
Los ojos inquisidores de decenas de personas, que se habían arremolinado alrededor del cordón, a pesar de los esfuerzos de Marcos, se centraron en la pareja. Había de todo, desde vecinos de toda la vida, hasta completos desconocidos que, alertados por el tumulto, se habían acercado a observar lo que sucedía. Laura y Roberto ni siquiera los vieron, tenían la mirada clavada en la larga cabellera rubia, que representaba lo que quedaba de su hija.
Carlos elevó el cordón policial para que pudieran pasar. Esgrimió una tierna sonrisa de pésame y les ayudó a cruzar.
—Señores, soy el inspector Carlos Morales —dijo—. Mi más sentido pésame por lo ocurrido.
Tanto Laura como Roberto asintieron con la cabeza, sin dejar de mirar a su pequeña.
—Pueden acercarse a la niña, si lo desean, pero sin moverla por favor —continuó.
Roberto fue el primero en dar un paso adelante, temeroso de encontrarse con la realidad, pero ansioso por hacerlo. Laura, en cambio, no las tenía todas consigo. Su brazo ejerció resistencia. Roberto trató de calmar a su mujer y la animó a continuar. Tenían que rodear a la niña. Desde su posición, estaba de espaldas, al lado del Opel Corsa de Pedro, el vecino más longevo del edificio que observaba la escena desde una posición discreta, sobrecogido por la emoción.
Al otro lado de la calzada, con la cara de la niña frente a sus ojos, Laura comenzó a temblar. Tenía los ojos tan vidriosos de llorar, que no enfocaba con claridad.
Carlos no quería interrumpir a los padres, pero tampoco quería que contaminaran la escena. A punto estuvo de decir algo, cuando el grito de la madre le interrumpió.
—¡Nooooo!
El grito se lo había dirigido directamente a él, no a la muchacha. La expresión de Laura era una mezcla extraña, entre el asombro, el miedo y el alivio. ¿Qué significaba aquello?
—¡No es ella! —gritó Laura— ¡No es mi hija!
FIN