Relato: Retales

Llego tarde, como de costumbre. Empiezo a correr escaleras abajo por el intercambiador de Moncloa como alma que lleva el diablo. En el vestíbulo, a punto estoy de llevarme por delante a un hombre que corre en dirección transversal a la mía. Sólo Dios sabe a qué. Las prisas, siempre las condenadas prisas por todo. Supongo que es el precio a pagar por vivir en una gran ciudad como Madrid. Como si ir corriendo fuera sinónimo de eficacia. ¿Es que no podemos frenar un poquito y tomarnos las cosas con más calma?

Tardo unos segundos eternos en ubicar la dársena veinticinco: “Autobús 671. Moralzarzal”. El autobús está a punto de salir. De tres zancadas alcanzo la puerta y en dos saltos me planto delante del conductor. El corazón me late desbocado. El hombre ni se inmuta ante mi proeza atlética. Tampoco parece importarle mi evidente sofoco por el esfuerzo. Se limita a gesticular con hastío, meneando la cabeza sutilmente hacia atrás. Todavía jadeando, saco la tarjeta de transporte y la acerco al validador. Un leve peep acompañado de una lucecita verde me autorizan la entrada. Es curioso, subir a ese autobús depende únicamente del enigmático diálogo que se acaba de producir entre ese cacharro y el trozo de plástico que sostengo entre mis dedos. A lo que hemos llegado…

El autobús está lleno. Avanzo un par de pasos por el pasillo oteando el horizonte sin mucho éxito. No busco un sitio libre, realmente busco dos. Sé que suena estúpido, y realmente lo es, pero al subir a un autobús siempre hago lo mismo: busco dos sitios libres contiguos. Como si el hecho de sentarme en un asiento vacío al lado de otro impidiera que, más tarde, otra persona se sentara en él. ¿Acaso tengo la exclusividad de los asientos? Por supuesto que no, aunque soy consciente de que todo el mundo lo hace. La distribución de ocupantes en un autobús sigue el principio de exclusión de Pauli, como los electrones en un átomo.

Desafortunadamente, no hay dos sitios libres. Tengo que conformarme con compartir el sitio con un abuelete de escasos dientes pero sonrisa amable que se levanta del asiento del pasillo para cederme el de la ventana. Al menos tengo ventana. Me gusta mirar hacia fuera. Como si lo del otro lado fuera más interesante que lo que pasa dentro.

Arrancamos. Yo también pongo en marcha mi cerebro y me centro en mis cavilaciones, ahora que ya puedo relajarme y disfrutar del viaje. Tengo por delante un día interesante. Emocionante más bien. A primera hora de la tarde he quedado con la encargada de una inmobiliaria de Moralzarzal para ver una casa. No una casa, mi casa. La casa que finalmente he escogido y a la que, si todo sale bien, pondré la etiqueta de hogar, dulce hogar. Por fin me he decidido a dar el paso. Me ha costado más de un disgusto, pero necesito cambiar de aires. Hasta ahora mi vida ha sido…

—No me digas. ¿Cómo ha sido?

—Muy fuerte, la verdad.

—Menudo papelón.

—Ya ves, chica. Es que Juani ya no sabe qué hacer. Con decirte que quiere cambiar al chiquillo de cole y todo. Está mirando el Leonardo.

Las que acaban de distraerme son dos mujeres sentadas justo delante. No me gusta escuchar conversaciones ajenas, pero ¿qué puedo hacer? Para no ver algo basta con cerrar los ojos, pero cuando se trata del oído… no hay nada que cerrar. Por alguna extraña razón, Dios nos ha condenado a escuchar todo lo que está a nuestro alcance, aunque las madres opinen lo contrario.

Me pierdo en la charla intrascendente, irresistiblemente atraído por el canto de sirena, archivando las palabras ajenas por si pudieran serme útiles algún día. Suena a precavido, quizá sea más bien que tengo alma de cotilla empedernido.

—Pues no sé qué decirte.

—¿Por qué?

—He oído de todo del Leonardo. Fíjate que mi vecina, Charo, ¿te acuerdas?, cambió a los suyos del San Miguel al Leonardo y se ha arrepentido muchísimo.

—Pues yo he oido justo lo contrario. Dos madres del grupo de yoga están encantadas. Y eso que tienen cuatro cada una. ¿Te imaginas? Cuatro, Almudena. Cuatro. Un pequeño ejército.

—Sí, está claro que no te puedes fiar, pero no sé, no sé… Mira tú por donde, eso que me ahorro al no tener niños. Lo de elegir cole es una pesadilla.

—Una locura. No te haces a la idea.

—¿Y cómo dices que está Juani?

¿Qué hago escuchando? ¿Por qué sigo haciéndolo? Trato de dejar de prestar atención, pero resulta difícil. Están hablando realmente alto y es completamente imposible no entrar en su radio de acción. ¿Qué le habrá pasado a Juani?

De pronto, un coche en el carril contrario pierde el control. El que le sigue frena con brusquedad, apretando el claxon con tanto ímpetu que, instintivamente, nos hace a todos girar la cabeza. Desafortunadamente, el autobús sigue inexorable su camino y en la siguiente curva a derechas los perdemos de vista.

—Madre mía, cómo conducen algunos. Si es que no pasan más cosas porque Dios no quiere.

—¡Qué me vas a contar, chica! Yo le tengo un miedo atroz al coche, por eso voy siempre en autobús. No me gusta conducir.

¿Y Juani? ¿Qué pasa con Juani y su hijo? ¡No me pueden dejar a medias! Me han generado unas expectativas que tienen que cumplir. Los finales son importantes. El postre que culmina una buena comida y que, sin él, el resto de platos carecen de sentido.

Me quedo con las ganas. Las dos mujeres toman rumbos cada vez más dispersos y, resignado, aprovecho para centrarme de nuevo en mis pensamientos.

No tengo hijos. De hecho, esa es una de las razones principales que me han llevado a dar un vuelco a mi vida. Susana, mi ex novia, llevaba años insistiendo en ello, pero quizá por cobardía, quizá porque en el fondo nunca me han gustado los niños, he ido postergando la decisión. Hasta que se convirtió en un ultimatum. Normal, por otra parte. Aunque pienso que las decisiones importantes de la vida no son a blanco o negro. Para eso existen los matices, pero ella no quiso aceptar mi escala de grises. Quizá tuviera razón.

Llegamos a la estación de Moralzarzal a las 14:30. Al bajar, me fijo en las dos mujeres que me han estado entreteniendo barra distrayendo todo el camino. Parecen poco mayores que yo. Se dan dos besos en la mejilla y salen disparadas cada una en una dirección. Pienso con desazón que, al fin y al cabo, allí también la gente anda con prisa.

He quedado con Marta, la de la inmobiliaria, a las 16:00, así que tengo tiempo de sobra para comer algo y darme una pequeña vuelta. No voy a tener prisa esta vez. Si aquél va a ser mi hogar, quiero empaparme del ambiente con calma y a conciencia.

—¡Paco! Te vienes mañana, ¿no?

—¡Por supuesto! No me lo perdería por nada. ¿Dónde vamos?

Un ciclista “profesional”, de los que atesoran acciones de Decathlon y llevan tatuada la palabra Artengo hasta en la suela de los zapatos, capta mi atención. Hace malabares para no perder el equilibrio con su bici Btwin, plagada de gadget y de un verde fosforito que daña a la vista. Habla con el que supuse sería un amigo, aunque éste último va de paisano y mantiene su verticalidad erguido sobre sus piernas. En lugar de en una bici último modelo, tiene apoyadas las manos en una maquinaria infinitamente menos glamurosa: un carrito de compra del Caprabo del que asoma un manojo de puerros medio pochos y una barra de pan.

—Vamos a cambiar un poco la ruta que Roberto está jodido del gemelo. ¿Conoces el puente medieval de Colmenar?

—Me suena.

—Ese al que se llega por el camino a Cerceda, el que está más allá del poli y por detrás del polígono. Todo recto, cruzando la 607. Es un camino…

Tengo que irme. Me muero de ganas de ver caer al suelo al fantoche de la bici pero no puedo quedarme todo el día en la estación como un pasmarote.

A mi también me gusta montar. Vaya si me gusta, aunque no me equipe como si fuera a correr la Vuelta a España. Me basta con una camiseta vieja y un pantalón cómodo. Como se ha hecho toda la vida. Cuando el tiempo acompaña, y muchas veces ni eso, busco alguna buena ruta en wikiloc, me junto con un par de amigos y nos vamos a pedalear. No concibo una manera más sencilla de disfrutar de la vida. Lo malo es Madrid. La dichosa ciudad. Allí la cosa se complica porque no hay tantas posibilidades. El anillo verde está bien, pero termina cansando. Prefiero la montaña sin dudarlo, pero eso de tener que coger el coche para disfrutar de la mañana del sábado en el campo es, por decirlo finamente, un engorro.

A Susana no le gusta la bici, aunque nos hemos hecho alguna que otra escapada esporádica. Pero todo eso ya pasó. Trabaja duro, demasiado. Dirige una empresa de cosméticos por internet, lo que comúnmente se conoce como una startup. Le va muy bien. En noviembre del año pasado un fondo de inversión se fijó en ella y las cosas empezaron a marchar vertiginosamente. Empezó a ganar mucho dinero, el precio fue todo lo demás. Los fines de semana se convirtieron en horas de semana hasta que, poco a poco, dejamos de hacer cosas juntos. Es la letra pequeña por dedicarle la vida al trabajo: el tiempo para disfrutar de ella suele ser inversamente proporcional al sueldo.

No sé a dónde ir. Aunque estoy dispuesto a vivir en este pueblo, es mi primera vez aquí. Confuso, miro a un lado y a otro buscando referencias. A lo lejos, el espectáculo de la Maliciosa me sobrecoge. Como un fino pintor que desliza su pincel con un grácil movimiento, las últimas nieves de febrero han rubricado la montaña. Menudo recibimiento. Afortunadamente, el tiempo ha empezado su lento peregrinaje hacia la primavera y está siendo benevolente con la temperatura de este primer sábado de marzo.

Con la visión aún de la blanca cumbre en mi retina, desvío el rumbo de la mirada y me fijo en otro monumento. Esta vez el de la gran plaza de toros. Los cálidos rayos del Sol envuelven su estructura, invitando a todos a salir de fiesta. Los establecimientos de alrededor de la plaza están bastante animados. Atraído por la dulce melodía del jolgorio le doy una vuelta completa al recinto. No sé cuántos bares apunto, pero en todos corre la cerveza y las raciones con generosidad.

—Esto está de coña. Tienes que probarlo.

—Trae para acá. ¡Joder! Qué bueno.

Mis tripas protestan y reclaman un sitio en el que satisfacer la creciente necesidad de apetito. Por puro azar, me decanto por El Tablao. Del interior, una música pegadiza se mezcla con el alboroto de la concurrencia que toma el aperitivo. No hay mejor señal.

—Otras dos, por favor. Y una de chanquetes con huevo.

—¿Cuándo juega el Madrid? ¿Es hoy?

Abro la carta al tiempo que le pido al camarero un doble bien frío.

—¿Entonces vamos a ir al teatro o no? Que es Yllana, tío. Me parto con ellos.

—¡Son buenísimos! Sí que deberíamos, pero no sé si quedarán entradas. Tendríamos que haberlas sacado antes.

—Siempre sacan unas cuantas el propio día de la actuación.

—Ya, pero no me veo haciendo cola dos horas antes. Que luego nos pasa lo de siempre.

Me sirven la cerveza junto con un platito de paella. Suficiente para aplacar mi sed y mi ganas de morder un brazo a lo zombie hambriento. Cojo los pertrechos y salgo fuera; no sin antes encargar una de esas raciones de chanquetes a la que, amablemente, el camarero me aconseja que pida media, pues la completa es demasiado abundante para uno solo.

Yllana, sí que es un grupo cojonudo. Los había visto con Susana en el teatro Alfil en nuestra primera cita. De hecho, fue ella la que buscó las entradas. Por aquel entonces, yo no había oído hablar de ellos todavía.

Me reí muchísimo. De eso hace ya seis años.

—¡Que no te engaño, tío! ¡Que es de verdad!

El que habla a gritos es un chaval a un móvil pegado, más prosaico que Quevedo pero no por ello menos cierto. Agarra con tal fuerza el aparato contra su cara que parece una extensión de su propio cuerpo. Sin mencionar que el tamaño del artefacto se aproxima más al de una vitrocerámica que a la de un móvil en sí. Dichosas modas modernas. En la otra mano blande una caña de cerveza que, de pura agitación, no para de derramar.

—¿Qué te apuestas? No, si lo sé…

Le doy un trago a mi cerveza sin dejar de mirarle. Es todo nervio.

—Que sí… que sí… que te digo que sí.

Otro vaivén de la mano y otro tanto de cerveza al suelo. Menudo desperdicio. Mi media ración de chanquetes aparece en escena. Hinco el tenedor con fruición sin despegar los ojos del chaval.

—En dos semanas… Semana Santa… ¡Tenemos que apuntarnos ya! Juventud, joder… Si te lo estoy diciendo.

Cada vez se pone más interesante la cosa. Los chanquetes con huevo están de vicio.

—Entonces, ¿nos apuntamos? ¿Voy? Sí… Pues voy echando hostias.

El zagal echa a correr dejando el vaso medio vacío en equilibrio inestable encima del barril de vino que hace las veces de mesa. El vaso se pasa unos instantes decidiendo si precipitarse al vacío o mantener la integridad. Afortunadamente para él y para el dueño del establecimiento, opta por lo segundo. Mi atención regresa al chico inmediatamente, aunque en cuanto cruza por la estación de autobuses lo pierdo de vista.

Juventud divino tesoro, dicen. Oficialmente, la mía se ha escapado entre mis dedos, aunque sigo resistiéndome a abandonarla. Anhelo mis tiempos mozos en los que la mayor responsabilidad era aprobar un examen.

¿Cómo se aprende a ser mayor? Es más, ¿qué narices significa eso? A mis casi cuarenta, me encuentro a caballo entre dos edades. En el purgatorio de la vida. Demasiado mayor para ser joven y demasiado joven para ser mayor. Muchos definen esta época como la mejor de sus vidas. Valiente estupidez. Yo no sé cómo definirla. Tanto da la época, todas me parecen iguales. Al fin y al cabo, como rezan esas filosofías ultramodernas rescatadas sin saberlo de las más antiguas de las sabidurías, lo único que cuenta es el presente. Y yo me he propuesto empezar a vivirlo desde este mismo momento. He roto con mi pasado y no quiero preocuparme más por el futuro. Borrón y cuenta nueva, como decía mi abuela. 

Apuro la cerveza, pesco los pocos chanquetes que quedan en el plato y entro a pagar. Todavía tengo cerca de una hora por delante hasta mi cita, así que decido darme una vuelta por el pueblo. He aplacado el estómago y el Sol sigue luciendo. Todo es perfecto. Seguro que un pequeño paseo me viene muy bien.

Retrocedo sobre mis pasos y regreso a la estación. Allí enfilo por la calle de enfrente, dejándome guiar por la intuición. A mi izquierda aparece una casa inmensa, toda de piedra y con una terraza salpicada de mesas de bar. Estoy a punto de pararme allí a tomar un café, pero decido seguir un poco más. Al poco rato vuelvo a toparme con el bullicio de la gente. A ambos lados de la calle por la que transito, empiezan a sucederse de nuevo bares y restaurantes y, con ellos, gente por la calle a ritmo de botellín. Menudo pueblo más animado este Moralzarzal. No puedo resistirme al embrujo del momento y pruebo con el primer sitio a mi izquierda.

—Geni, ya lo tenemos. Un par de cachopos y una botella de rioja. Hoy no ceno, ¡verás! Jajaja.

No tengo más hambre, pero me apunto lo del cachopo para otra ocasión. En su lugar pido un café solo con hielo.

A mi lado, aparece un tipo que luce un bigote anacrónico que no le pega ni con cola, pero que le confiere un aire divertido. Me mira y sonríe. Le devuelvo la sonrisa por educación. De la cocina sale una camarera con un plato de pulpo a la brasa que tiene una pinta estupenda. Antes de que lo deposite sobre la barra, el tipo de mi lado lo agarra con rapidez y se lo lleva a una de las mesas del comedor. Suelta sin miramientos el plato sobre la mesa y un trozo de pulpo rueda por el mantel intentando una huida desesperada. El hombre está hábil y atrapa el pedazo antes de que caiga, frustrando la escapada. Está solo, como yo. Toma asiento y empieza a comer atropelladamente, levantando fugazmente la vista y volviéndola a hundir enseguida en el plato de pulpo, como un cervatillo asustado. Parece tímido. Incluso inquieto. Me siento identificado con él. A mí tampoco me hace gracia comer solo en un sitio público. Me siento raro, como si la gente me estuviera juzgando, como si lo socialmente aceptado fuera comer en compañía. La carta de los restaurantes debería venir con una sección de acompañantes para estos casos.

    El hombre tarda escasos cinco minutos en engullir el pulpo. Pienso que es una verdadera pena. El pulpo tenía una pinta buenísima y es imposible que lo haya saboreado como es debido. Saca la cartera del bolsillo, le hace un gesto a la camarera desde lejos y deja sobre la mesa un billete de veinte, sujetándolo con el tenedor. Se levanta y se va. 

    Ya está. Esa ha sido toda nuestra interacción. Un leve gesto con la cabeza y una sonrisa en el saldo final de la cuenta. ¿Cuántas personas pasan así por nuestras vidas? ¿Cuál será su historia? ¿Y la del resto de los que están allí? A veces me descubro a mí mismo haciéndome este tipo de preguntas. No sé si lo hago por pasar el rato o por verdadera curiosidad. Supongo que tengo alma de filósofo. Quizá más bien sea de excéntrico. No sé muy bien cuál es la diferencia. ¿Qué pensará el resto del mundo sobre mí? ¿Cómo me verán? ¿Les habré influido en algo? ¿Y ellos en mí? ¿Y Susana? La echo de menos…

Dejo sobre la barra un euro cincuenta y salgo a la calle, buscando nuevas preguntas a respuestas que no tengo.

La calle sigue abarrotada. Giro a mi izquierda, encaminando mis pasos a la plaza del pueblo, donde, en teoría, tengo que encontrar la inmobiliaria. Me cruzo con mucha gente. Algunos ríen, otros parecen preocupados y otros, simplemente no sé cómo catalogarlos. No conozco a nadie y nadie me conoce a mí. Vuelvo a pensar en aquella gente, los que serán mis nuevos vecinos. Yo soy igual de ajeno en sus vidas de lo que ellos lo son para mí. Al fin y al cabo, todos somos personajes secundarios en la vida de los demás. Pequeños retales sin importancia, pero que unidos, somos capaces de confeccionar la más fina de las telas.

En la plaza, en frente del Ayuntamiento, encuentro la inmobiliaria. Desde el ventanal exterior, plagado de fotografías de oportunidades, veo a Marta sentada en su despacho. Me quedo unos segundos hipnotizado, observándola. Ella nota mi presencia y levanta la vista. Al reconocerme, se incorpora y viene hacia mí.

Es todo sonrisa.



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