Guardo en un lugar privilegiado de mis recuerdos aquellos tiempos de mozo que pasaba en el Arroyo del Valle, que cruza de manera insolente la ladera Matarrubia a su paso por la finca Los Prados en Moralzarzal. En medio de la finca, debajo de una imponente encina que corona una loma, el arroyo hace un recodo a la derecha. Justo allí, donde la corriente revoltosa amontonaba pequeños troncos contra la orilla, me juntaba con Víctor y el tirillas de Félix, al que apodábamos cariñosamente el Soplao, pues temíamos que en los días de más viento se nos echara a volar. Recuerdo que en ese lugar nos solíamos encontrar con Emilio, pastor de toda la vida, que gustaba de hacer un alto allí y abrevar a sus cabras antes de continuar la larga jornada que le llevaba más allá del pueblo, hasta el término municipal de Becerril.
Víctor, Félix y yo nos habíamos conocido en la cantera de Esteban el Canín, donde empezamos a trabajar como peones a los nueve años. Por aquel entonces cobrábamos veinticinco pesetas al mes, cantidad que entregábamos puntualmente a nuestras madres, pues no había nadie mejor que ellas para administrar los ahorros.
En las horas de siesta, entre turno y turno, nos escapábamos de la cantera para ir al arroyo, que no quedaba lejos. Siempre, antes de salir, Víctor agarraba un par de cascotes y se los metía en los bolsillos a Félix. “Por si los vientos”, decía. Nosotros reíamos a carcajadas con aquella reiterada chanza.
Estábamos todo el día trabajando en la cantera y jugando en el arroyo. Todavía recuerdo, como si fuera ayer mismo, los juegos de entonces: el aro, pídola y el marro, que me encantaba. Aunque, sobre todo, con lo que más disfrutaba era con la búsqueda de huevos y criadillas, que son tubérculos parecidos a las trufas blancas. Con un cuchillo fino, un ojo entrenado y mucha paciencia, pasábamos las horas sobre el terreno dando cuenta del exquisito manjar. Entre juego y juego, y trufa y trufa, si el calor apretaba lo suyo, nos refrescábamos en el arroyo, dejando la ropa a buen recaudo entre los matorrales de jara, no fueran nuestras madres a enojarse.
Recuerdo las bravuconadas de Víctor, que era el más gallito de los tres. Todavía le estoy viendo trepar con la soltura de un felino por la encina para saltar sobre el agua desde una de las ramas más altas con un rápido movimiento de brazos. Ni una sola vez me atreví yo a realizar tan sorprendente proeza, y mucho menos Félix, que se habría partido los brazos sólo con intentar siquiera subirse al árbol.
Más allá de nuestros dominios el arroyo se perdía por debajo del muro de piedra que separaba la finca de la cerca La Jara, que por aquella época pertenecía a una de las familias más ricas del pueblo. Según escuché en una ocasión a mi padre, les había costado nada menos que nueve mil cobijas. Una cantidad que, por supuesto, mi familia no había visto en la vida. A aquella finca no se podía acceder, so pena que quisiera uno acabar con el culo escocido por los azotes si se tenía el mal tino de ser pescado por Emeterio, el guardés, que gastaba un cuarenta y cuatro de pie, un cincuenta de garrota y un mal humor de cien.
Es curioso el funcionamiento caprichoso de la mente. Cómo recuerda con mayor claridad los viejos tiempos que los modernos. Como el buen vino: que cuanto más envejece, mejor es su sabor.
De esos recuerdos han pasado ya sesenta y cinco años, y aquí estoy de nuevo, un sábado cualquiera de julio en el arroyo, junto a Félix. Pero no mi amigo del alma, sino mi revoltoso nieto. Tan delgaducho como el Soplao y, en cierto modo, tan parecido a él.
No sé qué me ha hecho precisamente hoy revolver mis recuerdos. Quizá sean mis pasos, que me han guiado inconscientemente al mismo sitio que tantas veces frecuenté de pequeño; quizá la imagen de mi nieto jugando de una orilla a la otra del cauce marchito del viejo arroyo me haya hecho pensar de nuevo en él y en los buenos momentos que pasé con mis amigos aquí. Lo cierto es que Félix, mi nieto, no es consciente de dónde está correteando y de cómo, tantos años atrás, su por entonces vigoroso abuelo, jugaba y reía alegremente alrededor de las espumosas aguas. Volví a pensar en Víctor y en Félix y en lo que sería de sus vidas tantos años después. Hacía años que había perdido el contacto con ellos. Demasiados. El tiempo, con su latido indiferente, actúa como un veneno que intoxica todo a su paso si no se le pone remedio.
—¡Félix! —grité de pronto, perdiendo el hilo de mis pensamientos. Mi nieto estaba jugando demasiado cerca de unas ramas rotas y tenía miedo de que se hiciera daño—. ¡Ven, Félix! ¡Ven! —repetí, forzando la voz, pues con el transcurrir de los años había perdido prestancia y ya no sonaba con el mismo vigor que antes.
Al oír el grito mi nieto se dio la vuelta de un respingo, como si le hubieran puesto un petardo a sus espaldas. Se quedó mirándome con desconcierto y, hasta que no le apremié con la mano, no acertó a venir a mi lado.
—No quiero que juegues cerca de esas ramas. Es peligroso, Félix —puntualicé. Él asintió compungido, como si le hubieran pillado haciendo una travesura de la que se arrepintiera.
Aproveché que gozaba por un breve instante de su atención y le pregunté acerca del lugar donde estaba jugando, para tratar de sembrar la curiosidad en esa cabecita atolondrada.
—¿Ves ese árbol de ahí? —Señalé la encina con el dedo.
—¿Cuál? ¿Cuál? —contestó él, tratando de ganar mi favor y sin parar un solo segundo de mover la cabeza de un lado a otro. Era un manojo de nervios, fruto del bombardeo constante de estímulos visuales a los que estaba sometido por haber nacido en la época a la que yo llamaba “de lo instantáneo”.
—Aquél de allí. —Volví a señalar.— Cerca de donde estabas jugando. En árboles como ese tu abuelo solía coger huevos de urraca y codorniz. Y cuando el tiempo nos era propicio, criadillas del suelo —agregué con una sonrisa franca, retomando el hilo de mis pensamientos placenteros.
Afortunadamente, a pesar de su inquietud por corretear por todos lados, mi nieto era un chico educado que trataba siempre de mostrar interés por las batallitas de su abuelo, aunque no se enterara de la misa la mitad.
—¿En serio? ¡Hala! —respondió con sobrada elocuencia, obligándome a continuar mi casi monólogo.
—Sí, aquí me reunía a media mañana con Víctor y Félix que, fíjate por donde, se llama igual que tú. Salíamos de una cantera que estaba por allí. —Le indiqué con la mano una zona más allá de la finca, entre unos pinos que nos tapaban la visión.— Solíamos jugar a muchos juegos que ahora ni conocerás, y luego, si tostaba el Sol, nos refrescábamos en el arroyo o en alguna de las fuentes de alrededor.
—Pues abu, ahora no queda ni papa de agua.
—Lo sé —contesté desconcertado, no muy seguro de si con papa se estaba refiriendo a que el arroyo no lucía como antaño—. El arroyo está casi seco, pero eso depende de las lluvias —agregué—. ¿Sabes? Siempre me ha gustado este arroyo. Es uno de los más importantes del pueblo. Figúrate, nace allí —volví a señalar con el dedo hacia lo alto— en Cabeza Mediana, que tú conocerás como el Cerro del Telégrafo. Además, en su camino recoge las aguas de la cara norte de Pico Martillo.
Mi nieto se quedó mirándome con cara de circunstancia. Yo me había aventurado en una de mis típicas charlas y el pobre chico trataba de seguirla a duras penas, pero era evidente que la parte geográfica de mi discurso no le estaba gustando y que la conversación empezaba a aburrirle.
—Pues es una pena —sentenció, para cortar todo intento de hacer prosperar mi discurso. Aunque, antes de marcharse de nuevo hacia las ramas, añadió de soslayo— ¡Sería la bomba reencontrarte con tus amigos aquí después de tantos años!
Yo me quedé pensativo viéndole volver al peligro pero sin prestarle demasiada atención. Estaba saboreando sus últimas palabras como si de una epifanía se tratara.
“Sería la bomba reencontrarte con tus amigos aquí después de tantos años”, repetí para mis adentros.“¡Vaya si lo sería!”, me convencí.
Mientras pensaba en ellos bajé la vista. De inmediato, mi rostro dibujó una sonrisa. Al alzarla de nuevo ocurrió algo sorprendente. En lugar de ver a mi nieto rompiendo ramas como un descosido, apareció la nítida imagen de la cuadrilla alrededor del arroyo: Víctor trataba de saltar al otro lado del cauce mientras Félix y yo le arengábamos con euforia a hacerlo. Fue un instante fugaz pero sobrecogedor. El corazón me dio un vuelco. La piel se me erizó y los ojos se me llenaron automáticamente de lágrimas.
¿Qué es lo que había sucedido? ¿Por qué me había jugado esa mala pasada el subconsciente? ¿Acaso era una señal? Sin quererlo, mi nieto había sembrado en mí el deseo de reencontrarme con mis antiguos amigos, aquéllos que el tiempo había borrado de mi lado. Y deseaba hacerlo aquí, en el antiguo arroyo, debajo de la encina, donde tanto tiempo habíamos pasado. Era un deseo peregrino pero, por otro lado, subyugante.
Rápidamente, empecé a repasar mentalmente lo que sabía de ellos. Víctor seguía viviendo en el pueblo, en una bonita casa achaflanada de jardín multicolor. Por lo poco que sabía de sus últimos años, cuando nos distanciamos a causa de su matrimonio, se dedicaba en cuerpo y alma a ese jardín. Del Soplao… del Soplao, en cambio, no sabía absolutamente nada desde hacía más de quince años.
De pronto, la sensación de júbilo se desvaneció completamente. Las dudas se adueñaron de mi voluntad y ésta se desmoronó como un mal castillo de naipes. Lo más sencillo hubiera sido dejar pasar el momento, volver a casa con mi nieto y seguir viviendo cómodamente, como hasta ahora. Pero la vida estaba hecha para los valientes. Félix tenía razón. Sería maravilloso volver a juntarse con los amigos del alma. Dicen que las verdaderas amistades son eternas y que sólo hace falta una pequeña chispa para reavivarlas. Necesitaba encender esa chispa.
De nuevo, eufórico, llamé a mi nieto, pues empezaba a anochecer y quería volver a casa para poner en orden mis pensamientos.
—Félix, ven ya, que nos vamos. Tu abuelo tiene que descansar, que mañana le espera un día muy duro.
A la mañana siguiente me levanté muy temprano. Más aún de a lo que mi caprichosa vejiga me tenía acostumbrado. El primer paso, que valoré como el más lógico y sencillo, sería visitar a Víctor.
Llegué a su casa, en una urbanización cerca del circuito, a eso de las diez, después de un buen desayuno a base de café y churros en el bar Tito. Siempre he sido de la idea de que las grandes gestas le deben pillar a uno con el estómago lleno. Al asomarme a la verja de entrada identifiqué a mi objetivo: un rechoncho vejete con el culo en pompa que se afanaba en recortar unas lustrosas petunias.
—¡Víctor! —grité, sin obtener respuesta—. ¡Víctor, mi quinto! —volví a gritar con mi ajada voz.
Esta vez Víctor sí me escuchó. Se dio la vuelta, incorporándose y tratando de centrar su atención en aquel que le había arrancado de sus preciosas plantas. Al verme, pude distinguir una sonrisa sutil que borró al instante.
—Luis… —dudó—. ¿Qué… qué haces tú aquí?
Pude apreciar de nuevo un conato de sonrisa en su rostro, como si su cuerpo estuviera debatiéndose en una lucha interna entre su niñez y su madurez.
—Pues verás, he venido a verte. Quiero proponerte algo. ¿Puedo pasar?
Víctor se quedó clavado en mis ojos, con la pequeña azadilla de las petunias ondeando en el aire. No sabría decir si con ganas de soltarla o de tirármela a la cabeza.
Al cabo de unos segundos, por fin, pareció reaccionar. Con la misma mano con la que agarraba la azadilla me hizo gestos, como un Capitán Garfio moderno, para que pasara al interior.
Abrí la pequeña verja de entrada y accedí al recinto. Afortunadamente, su mujer no estaba en casa, así dispondría de toda su atención.
Víctor se quitó los guantes de jardín, dejó la herramienta en el suelo y me invitó a tomar asiento en una mesa próxima.
—¿Quieres algo de beber? —me ofreció.
Yo rehusé, aunque bien me hubiera metido un buen trago de vino para calmar los nervios.
Los dos tomamos asiento y comencé a recitar sin miramientos mi plan. A cada palabra los ojos de Víctor iban tornándose cada vez más grandes y redondos. Una palabra más y se le hubieran salido de las cuencas. Al terminar, callé, esperando algún tipo de respuesta.
Víctor se quedó un rato pensativo, rumiando mis palabras. Pude apreciar perfectamente el hilo de sus pensamientos, pues sus recuerdos eran los míos. Hacía muchos años que no hablaba con aquel hombre y no sabía cómo iba a reaccionar.
—¿Te acuerdas del día del balonazo al alcalde? —me preguntó al fin, confirmando de manera velada que los años que nos habíamos distanciado quedaban amortizados.
—¡Vaya si me acuerdo! —respondí aliviado—. Menudo par de pelotas que le echaste.
—¡Le exijo que me devuelva el balón! —teatralizó con aspavientos Víctor.
Los dos reímos a carcajadas y, sin quererlo, empezamos a recordar, una tras otra, mil y una anécdotas de chicos. Con cada una reímos y, con cada una, compartimos una mirada cada vez más cómplice. El viejo tiempo, aquel que había envenenado nuestra amistad, estaba siendo derrotado por completo.
Al cabo de un par de horas, que nos supieron a poco, nos despedimos con la promesa de buscar cada uno por nuestro lado al Soplao pues, según me había dicho Víctor, él tampoco sabía nada de nuestro viejo amigo. Félix era el eslabón más débil del plan y sin él tampoco tenía sentido llevarlo a cabo.
Volví a casa con el espíritu renovado pero sin saber muy bien por dónde continuar. Quince años sin saber del Soplao. Toda una vida. Lo último que sabía de él era que, después de la muerte de su mujer, se había marchado a Madrid con su hija María, que por aquel entonces cursaba Farmacia con un brillante expediente académico. A partir de ahí, nada más. ¿Qué hacer entonces?
Me senté meditabundo en el sofá del salón dejando que las dudas me arroparan como una manta áspera. Había llegado el domingo y, como de costumbre, mi hija, mi yerno y mi nieto vendrían a comer a casa. Patricia, mi mujer, ya estaba preparando la mesa. Yo, en cambio, tenía la mirada perdida en el infinito.
—Pero bueno, Luis, ¿qué te pasa hoy? —me preguntó ella—. ¿Se te ha comido la lengua el gato? Venga, levanta, perezoso, que están a punto de llegar.
Me levanté de un impulso y agarré a mi mujer por la cintura, no sin antes asegurarme de que dejara sobre la mesa los platos que llevaba en la mano. Le conté lo sucedido con Víctor y mi plan para encontrar a Félix. No lo había hecho la tarde anterior hasta no estar seguro de mis pasos.
Ella, al igual que hiciera mi reencontrado amigo horas antes, se sorprendió muchísimo al escuchar aquello, abriendo de forma desmesurada sus grandes ojos aceituna.
—¡Pero eso es maravilloso! —expresó con una sonrisa franca. Ella siempre había insistido en que no descuidara mi amistad con Víctor y, por fin, sus plegarias habían sido atendidas.
No me dio tiempo a contarle mucho más. Al momento, la puerta de entrada se abrió de sopetón y Félix entró como una exhalación correteando por el pasillo. Le seguían mi hija, que vestía el ceño fruncido, y mi yerno, que cargaba con una bolsa que se me antojó pesada a juzgar por el evidente esfuerzo que había realizado para subirla a la mesa de la cocina.
—¿Qué tal, abu? ¿Has podido hablar con tu amigo? —me preguntó Félix al tiempo que se agarraba a mi pierna. Por lo visto el chiquillo se había quedado con las pinceladas que le había contado de camino a casa.
—Sí, Félix. He podido hablar con él y ha sido estupendo, como volver a tener nueve años otra vez.
—Pero ¿qué dices? ¿Estupendo tener nueve años? —contestó con ironía mi nieto—. ¡No sabes de lo que hablas, abu! Si no puedes hacer nada y te…
—¡Félix! —se escuchó intimidante la voz de su madre al otro lado de la puerta de la cocina—. ¿Qué le estás diciendo a tu abuelo? Recuerda que estás castigado —continuó, esta vez entrando en el salón y alzando un jersey con la mano para que lo viéramos bien.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha hecho este briboncete? —pregunté inquieto.
—¿Que qué ha hecho? Pues muy fácil, romperse el jersey nuevo que le compré la semana pasada y que estrenaba ayer. ¡Mira que siete! —Me mostró el estropicio.— Según confesó, se enganchó con no sé qué ramas. ¿No te contó nada, papá?
Mi hija me entregó el jersey. Estaba hecho un cristo. Yo puse cara de póker. Seguramente Félix ni se había dado cuenta del desliz porque si no me lo hubiera dicho. Yo, la verdad, tampoco me había fijado. Al final, aquellas ramas afiladas se habían cobrado una presa…
—No, hija. Primera noticia. Estuvimos dando un paseo por Prados del Valle y ya sabes cómo es Félix, puro nervio —me excusé.
—Pues eso, que por sus nervios se ha quedado sin jersey y sin videoconsola durante una semana —sentenció mi hija.
Su abuela, que había estado al quite de la conversación a pesar de estar con un ojo puesto en el pollo que se doraba en el horno, intervino como los cascos azules de la ONU.
—A ver, ¿a cuento de qué tanto revuelo? Trae acá el jersey. —Rápidamente analizó la prenda con el ojo entrenado de haber enmendado decenas de ellas a lo largo de toda su vida.— ¡Esto no es nada! —festejó—. Un par de puntadas aquí y aquí y asunto arreglado. Anda, sentaos que vamos a comer ya. No me he pasado toda la mañana cocinando para que nos lo estropee un trozo de lana.
Como siempre, Patricia había resuelto una papeleta embarazosa. Al igual que hacía con la ropa, mi mujer tenía la buena costumbre de utilizar su aguja particular para enmendar las situaciones que se deshilachaban.
La velada transcurrió sin mayores incidentes. Degustamos el exquisito pollo con patatas y despedimos a la familia a eso de las seis. Mi nieto Félix se volvió con su jersey zurcido sin que se le notara ni un hilo del arreglo. Patricia era una maestra. ¡Cuánto le quedaba a su hija por aprender! Pensé con desazón en que esa experiencia, como tantas otras, se perdería con nuestra generación. ¡Cuánto conocimiento adquirido del que éramos, literalmente, incapaces de inculcar a los jóvenes! Como había dicho en más de una ocasión, ellos vivían en la época de “lo instantáneo”. Si algo se rompía, se tiraba y punto. Ya habría tiempo de comprarlo nuevo después. Menudo despilfarro… Yo no quería eso para mis hijos, ni para mis nietos. Por eso me afanaba en inculcarle a Félix todo lo que sabía: sobre la piedra que tantos años había sido mi sustento, sobre cómo encontrar criadillas en el suelo, sobre las aves, sobre el pueblo y sus costumbres y sobre todo lo que se me pasaba por la cabeza. El chiquillo, el pobre, trataba de hacerme caso en lo que podía. A mí me bastaba con que se quedara con la cuarta parte de lo que le contaba.
Aparté a un lado esos pensamientos y volví a centrarme en el Soplao. En la sobremesa, mi yerno había sugerido que le buscara en Facebook. Todo lo que sabía yo de las redes sociales era que transcurrían dentro del ordenador. Jamás se me había ocurrido que sirvieran para algo más que para cotillear y perder el tiempo. No obstante, era una buena idea. El Soplao siempre había sido un adelantado a su tiempo. Fue el primero de los tres en tener ordenador y el primero también en hacerse con un móvil. Un Nokia 5110 que aún conservo por alguno de los cajones del desván; pues, cuando él se cambió de móvil, me lo regaló para que yo también tuviera uno.
Encendí el viejo ordenador del despacho y me dispuse a aprender sobre la marcha. Pensé que no podría ser muy complicado al fin y al cabo. El Windows me dio la bienvenida. Abrí el navegador y tecleé: “Facebook”. En seguida se abrieron varios enlaces. Pinché en el primero. La pantalla empezó a pedirme una serie de datos que supuse que a nadie le importarían en absoluto, pero que resultaron esenciales para poder continuar. Después de treinta minutos de farragoso interrogatorio en el que sólo me faltó apuntar la talla de mis calzoncillos, por fin tuve un perfil activo. Sin foto, eso sí. No me sentía cómodo subiendo a internet ninguna de mis fotos personales.
Al momento, el dichoso Facebook me sugirió un montón de “amigos” que no me interesaban un carajo. Yo sólo tenía ojos para uno, pero no parecía existir en ese ecosistema. Antes de ahogarme en un mar de datos, tecleé su nombre en la barra de arriba, la que supuestamente servía para buscar personas, al estilo de un Paco Lobatón virtual:
Félix Crespo Ramírez
Automáticamente, apareció en la pantalla un sudamericano que yo no conocía de nada. Desesperado por la absoluta pérdida de tiempo que había supuesto mi incursión en las redes sociales, me dispuse a cerrar la aplicación y dedicarme a algo más productivo, pero, justo cuando iba a darle a la crucecita de la derecha, me fijé en una pequeña foto en el margen inferior y en el nombre que le acompañaba: María Crespo Garrido.
—¡María! —ahogué un grito.
Recordé al instante a la hija de Félix. ¿Cómo ese endiablado artefacto nos había relacionado? ¿Qué especie de sortilegio encerraba en sus tripas? No daba crédito, pero ahí estaba. No había duda.
Mi pulso empezó a acelerarse. Intuía que estaba más cerca de lo que me hubiera parecido en un principio. Sin saber muy bien cómo, llegué a lo que la aplicación llamaba Biografía y leí un poco por encima. Por lo que allí ponía, María había medrado en la vida. Vivía en Nueva York y trabajaba para una prestigiosa empresa farmacéutica. Me alegré mucho por ella. Ya en sus tiempos de estudiante prometía. Dejé a un lado el cotilleo y me centré en buscar un sitio donde poder ponerme en contacto con ella. Para mi sorpresa, enseguida lo encontré. En medio de la pantalla, en una caja de texto, leí lo siguiente: “Escribe algo”. Allí tenía que ser. Al final, me estaba empezando a gustar aquel invento. Empecé a escribir a María preguntándole por su padre y, justo en el momento en que iba a pulsar aceptar, mi vista se desplazó sin quererlo hacia el final de la hoja. De pronto, la piel se me erizó y me quedé completamente paralizado. Un tal Álvaro González había puesto lo siguiente: “Lo siento mucho, María. Era un hombre estupendo”. Bajé la barra de desplazamiento con tensión contenida y seguí leyendo con el corazón en un puño. Un sinfín de pésames adornaban el funesto perfil de aquella mujer, eterna adolescente en mi recuerdo. Según se decía allí, su padre, Félix Crespo Ramírez, había muerto a la edad de setenta y dos años en su casa de Nueva York.
—¡Ha muerto en Nueva York! —grité— ¡Y ayer mismo!
¿Cómo era posible? ¿Cómo había fallecido justo el día en que me había acordado de él, en el paseo con mi nieto por el arroyo? ¿Qué burla del destino era aquella?
—Soplao… —lloré sin lágrimas.
Lo que había comenzado como una gran aventura destinada a romper mi rutina diaria, se había tornado en uno de los días más tristes de mi vida. Sentado en la butaca del despacho, enfrente de la pantalla aséptica, lloré sin encontrar consuelo.
Pasaron los días y mi aflicción continuó atormentándome. Le había contado a Patricia lo sucedido y ella, como siempre, había sido muy comprensiva. Me había sugerido salir de casa y dar un paseo por el campo, o quedar con mis amigos, incluso con Víctor, pero lo cierto es que no me apetecía demasiado ninguno de los planes. No me consideraba especialmente sentimental, pero enterarme de ese modo de la muerte de una persona que había ocupado un lugar tan especial en mi vida, me había conmocionado. Y más, de la manera que había sucedido. Era como si Félix se me hubiera aparecido precisamente el día de su muerte. Como si en el momento de bajar la cabeza y volverla a alzar aquel sábado, mi nieto se hubiera transmutado en él y se hubiera despedido de mí.
Así pasé la semana, sin salir de casa y dejando escapar el tiempo. Hasta que llegó de nuevo el domingo. Por la mañana, Patricia había iniciado los preparativos de la comida familiar: caldereta de cordero, uno de mis platos favoritos. Aunque yo ya estaba algo mejor, no estaba para muchas fiestas.
—¡Luis! —escuché desde la cocina. Me acerqué para ver qué necesitaba. Patricia estaba cortando en juliana unas cuantas zanahorias. Sin parar de agitar el cuchillo, se volvió hacia mí y continuó—. Por favor, coge de la despensa, de la segunda balda, una cajita metálica que tiene el laurel y dame un par de hojas.
Fui a la despensa y cogí la caja. Me extrañó un poco que una caja tan bonita, con un llamativo estampado floral, contuviera únicamente laurel, aunque no le di mayor importancia. Fue al abrirla cuando confirmé mi sospecha. En lugar de encontrar el condimento, en su interior hallé una pequeña fotografía malgastada por el tiempo. Con pulso tembloroso, la saqué del recipiente.
—¿Qué es esto? —pregunté.
—¿El qué? —contestó ella, sin perder el compás del corte con el cuchillo.
Miré la fotografía y mis ojos temblaron. Allí estábamos Víctor, el Soplao y yo, debajo de la encina, en el arroyo, apoyados en el tronco, con cara sonriente. Recordé al instante aquel momento. La foto nos la había hecho Esteban, el encargado de la cantera, un día que se había acercado con nosotros hasta la finca para que le enseñáramos a buscar criadillas. Como recompensa, nos había sacado la instantánea. Mi mujer, que todo lo guarda, la había rescatado del archivo familiar.
—Estabais muy guapos —indicó ella, inclinándose sobre mí. Un olor a verduras recién cortadas inundó mis fosas nasales.
—Lo cierto es que hacíamos un grupo estupendo —contesté yo.
—Anda, guarda la foto otra vez en la caja y pon la mesa. Somos seis.
Aún con los ojos vidriosos, le hice caso a mi mujer. Guardé la foto y llevé la caja al salón. A continuación fui a por los platos. Mecánicamente, cogí los seis que me había dicho Patricia, hasta que, al ponerlos sobre la mesa, me di cuenta de que sobraba uno.
—¿Seis? ¿Por qué seis? —pregunté desconcertado.
La respuesta no vino desde la cocina, sino desde el rellano de entrada. Allí estaba el plato extra: Víctor. Detrás de él, entraron mi nieto y sus padres.
Mi mujer, que había dejado por un momento sus quehaceres, se unió a nosotros y dijo en alto:
—Chicos, a la comida todavía le queda más de una hora. ¿Por qué no os vais a dar una vuelta mientras tanto? —propuso—. Y mejor que te lleves la caja, por si acaso —agregó mirándome directamente a los ojos.
—Vamos, abu —conminó Félix.
En ese momento, yo ya no veía a mi nieto, sino de nuevo al Soplao, que agarró mi mano y la de Víctor, para sacarnos a la calle. Yo me dejé llevar. En la puerta de entrada, Víctor hizo un alto, se sacó de la chaqueta un par de piedras y se las metió a Félix en los bolsillos, como iniciación del ritual que estaba a punto de comenzar. Los tres sonreímos y emprendimos a paso ligero el camino hacia el Cerro del Telégrafo.
Fue un paseo agradable. Yo caminaba hechizado, viendo el pueblo como en una postal de los años cincuenta. Me llamó la atención la imagen de unas mujeres lavando la ropa en el pilón de la calle de Juncarejo. Unas se afanaban en frotar las prendas en la segunda pila, la del agua más sucia, mientras que otras la aclaraban en la primera. Yo sabía que no estaban allí, pero daba igual. Las saludé efusivamente con la mano antes de continuar calle arriba.
Llegamos a la encina media hora más tarde. Aunque el arroyo seguía bastante seco, yo lo veía como en sus mejores momentos, con un torrente generoso de agua fresca. Entonces, el Soplao me tiró del pantalón. Yo le miré y comprendí. Agarré con fuerza la cajita que contenía la foto de la cuadrilla y esperé a que Víctor terminara de cavar un hoyo debajo de la encina.
Mientras esperaba, miré en derredor. En lontananza, vi a Emilio custodiando un rebaño de cabras. Estaba con Emeterio, que me saludaba con su garrota en ristre de una forma francamente peculiar.
—Esto ya está —anunció Víctor al acabar el hoyo.
Yo volví del mundo onírico y miré a mi amigo. Le tendí la caja y juntos la enterramos bajo la encina, donde el Soplao descansaría para siempre junto a nuestros recuerdos, al arrullo del Arroyo del Valle que nos vio crecer.
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