Relato: Su ilustrísima, el Alcalde de Zárate y Ortega

Un buen día, sin venir a cuento, Pedro explotó. Literalmente. Fue una explosión atípica, carente de artificios especiales. Sin sonido envolvente ni vísceras esparcidas por los rincones. Simplemente, Pedro dejó de caminar, se encogió de hombros y reventó por dentro, dejando un bonito vacío a su alrededor. Nadie supo con exactitud lo que había sucedido, ni nadie se lo preguntó después; o por lo menos eso es lo que a mí me pareció. Los que se habían congregado a su alrededor siguieron con sus mismos quehaceres, inmutables ante el esperpéntico espectáculo.

Pedro había sido un tipo agradable. Recuerdo que solía vestir con colores chillones, quizá tirando a horteras, pero conjuntados con gracia y estilo. Los rojos y verdes eran sus favoritos. Ahora mismo me vienen a la cabeza su sempiterno jersey bermellón y su pantalón verde menta. Tiene gracia, porque no recuerdo nada más de él. No sé si era rubio o moreno, alto o bajo, guapo o feo; y supongo que al resto del mundo le pasará algo parecido. Bastaban su jersey y su pantalón para hacerle desaparecer a ojos de las mujeres y de la gente en general. Soy de los que piensan que los físicos se complican la vida buscando nuevos materiales para convertir al hombre en invisible. ¿Para qué? La invisibilidad ya la inventaron los horteras hace mucho tiempo. Sólo era cuestión de ponerle un poco de interés, o desinterés, según se mirara.

El acto en sí de matar a Pedro no me vino ni bien ni mal. Lo cierto es que no me provocó mayor gesto de emoción que una infinitesimal elevación de la comisura derecha de mi boca. Vamos, algo casi, casi imperceptible. No me juzguéis mal, no soy un psicópata insensible, ni me mueve la necesidad de sangre. Su muerte fue colateral a mi propósito. Yo buscaba dinero y Pedro era la variable a despejar, en una especie de silogismo macabro: “Pedro vive en una casa. La casa de Pedro vale mucho dinero. Pedro muere”. Vale, no es estrictamente un silogismo al uso, pero es completamente lógico.

Antes de su pequeña detonación espontánea, Pedro solía vivir en un chalet fantástico. Doy fe. Todo de madera laminada, en color blanco huevo, con grandes ventanales que dejaban pasar cada rayo solar y que estaban surcados por listones de idéntica tonalidad en forma de cruz. El tejado, a dos aguas, era de pizarra negra, con una prominente chimenea en el lado derecho perfecta para caldear las frías noches de invierno. Un gran jardín rodeaba el chalet por completo. Parterres de flores, que cubrían todo el espectro cromático, estaban repartidos por cada rincón. Cada palmo de terreno que no estaba cubierto de flores lo estaba por césped. Vigoroso, muy tupido, perfectamente cortado a ras y de un verde intenso. Para terminar el cuadro, un camino de piedras desperdigadas serpenteaba desde la puerta principal hasta la de la calle, en la que un majestuoso portón de forja, coronado con ribetes que recordaban motivos florales, daba la bienvenida a las visitas. El chalet en sí era de cuento, de los que se peleaban las inmobiliarias por enseñar. Pero yo me adelanté. No recuerdo cuánto me dieron por él pero, lo que sí recuerdo, es que fue una cifra abultada.

En términos generales, yo diría que en esa zona había buenos chalets, lo que implicaba buenas oportunidades de negocio. El municipio llevaba tiempo creciendo bastante. Visto desde arriba, aparentaba ser un lugar agradable para vivir. Tenía de todo, y eso no se conseguía de la noche a la mañana. Llegar hasta ese punto había costado mucho tiempo y esfuerzo.

—¡Juan, a comer!

—Pero mamáááá, no molestes. Que estoy a lo mío.

—¡Ni pero, ni peros! ¡He dicho a comer y es a comer! – repitió a voz en grito mi madre con una de sus frases célebres. Estaba sacada del magnífico tomo no publicado «Las madres o el arte de enfatizar a través de la repetición y el tono».

No me quedaba otra. Tenía que acudir a la apremiante llamada o me quedaría sin comer. Pero… disculpad mis malos modales: resulta que no me he presentado todavía. He comenzado el relato con la fatídica historia de Pedro, olvidándome por completo de mí mismo. ¡Menudo error de principiante!

Mi nombre es Juan de Zárate y Ortega. Sé lo que estáis pensando: apellidos ilustres rubricados con un nombre anodino. Eso mismo pienso yo. Los apellidos me vienen de fábrica, traspasados durante siglos de unos Zárate a otros.

Esta es mi historia: todo sucedió un día en el que Francisco de Zárate cruzó su destino con Paloma Ortega y la cagamos. Nací yo. Fui un caso raro. Mi nacimiento precedió a mi nombramiento. Mis padres no se ponían de acuerdo en qué nombre escoger para mi alumbramiento y fueron dejando pasar el tiempo, como quien oye llover. Desde el útero de mi madre yo les escuchaba discutir, crispando mis fetales nervios. ¿Tan difícil resultaba escoger un maldito nombre? <<Venga, que es para hoy>>, pensaba mientras flotaba en el líquido amniótico. Tenía muy claro que no estaba dispuesto a retrasar mi llegada al mundo por ese par de indecisos. Siempre me había gustado la puntualidad. Mis meiosis y mitosis se llevaban a cabo a intervalos estrictamente regulares. De tempo milimétrico diría yo. Por eso, a los nueve meses en punto, plantado como estaba en la cavidad uterina, en posición de preparados, listos, ya, decidí dar el salto a la vida, tal y como estaba estipulado.

—¡Allá voy! —grité.

—¡Aquí está! —respondió un señor verdiblanco que estaba atendiendo el parto. Por la indumentaria supuse enseguida que se trataba del médico. Japonés para más señas, o eso deduje por la mascarilla que le tapaba la boca. Al principio me pareció un tipo muy simpático, los japoneses gozaban de buena fama y yo no era quién para contradecir esa idea. Junté mis manos en señal de respeto, agaché un poco la testa y pronuncié en perfecto japonés: Kon’nichiwa. El tipo ni pareció entenderme ni hacerme caso. Me agarró con indiferencia por un pie y me dio una somanta de palos. Así, sin más. <<Pero qué cojon…>>. Estuve a punto de devolverle la hostia, pero me contuve; en su lugar lloré, sólo por joder. Desde ese día desconfío de los médicos, de los japoneses y de los del Betis.

—Es un niño —dijo a continuación la matrona. 

Me había rescatado de las manos de aquel yakuza y me estaba arropando en su regazo. Yo la miré a los ojos con desprecio. Todavía me dolía la hostia que acababa de recibir y estaba un tanto susceptible. Fijé la mirada y entre cerré los ojos, arrugando cada centímetro cuadrado de mi piel para que la inquina de mi rostro fuera más evidente.

—No te jode —respondí para dentro sin romper la visual—. Menuda obviedad. Un niño dice… —balbuceé—. Y usted es una gorda ¡A saber cuántos como yo yacen en ese protuberante vientre que me sirve de colchón mullidito! —finalicé, con la cara tornasolada por el odio, pero perfectamente cómodo.

Ella tampoco se inmutó. Probablemente fuera del mismo gremio que el médico cabrón. Su mirada permanecía cándida mientras me transportaba a los brazos de mi madre. Yo parecía una moneda de cambio barata. En mis dos minutos de vida había pasado de mi madre al médico, de éste a la matrona y de nuevo a mi madre sin solución de continuidad. ¡Menudo vaivén!¡Para volver al punto de partida mejor me hubiera ido quedarme donde estaba! Señores, por favor, un poco de coordinación, que no nos podemos pasar todo el día dando vueltas.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó de pronto la matrona.

Dejé lo que estaba haciendo, o sea, mamar, y presté toda mi atención a la pregunta. Enarqué una ceja para añadirle un poco de dramatismo a la escena. Aunque estaba centrado en la respuesta de mis progenitores, no solté la teta de mi madre, no fuera a pasar por ahí mi padre y en un despiste me la arrebatara. Que ya sabía yo por dónde iban los tiros.

La feliz pareja se miró con ternura. Yo les miré de soslayo. Sabía a ciencia cierta que llevaban meses debatiendo sobre lo mismo sin ponerse de acuerdo. Menudas palizas me habían dado. Era una desfachatez tremenda, algo vulgar, insultante y ordinario el venir al mundo sin nombre.

—¡Juan! —pronunciaron de pronto al unísono, esbozando una sonrisa sin final.

Por primera vez se habían puesto de acuerdo en algo y tenía que ser precisamente en esa mierda. Me llevé una mano a la cabeza. No me lo podía creer. Juan. ¿De veras? ¿Juan? ¡Si suena a coche de carreras pasando a toda velocidad! Juuuuuuuaaaaannn. El efecto Doppler de los nombres. No era serio. No era digno para un personaje como yo. Tantos meses dando la vara para eso. Estuve a punto de volverme a casa, lo juro. Yo me había imaginado otros nombres, la verdad. Antes siquiera de nacer, gracias a los genes, ya me había informado de que mi padre era un pintor llamado Francisco de Zárate y mi madre una profesora de historia llamada Paloma Ortega. Mediante una simple regla de tres había relacionado el uno con el otro, intentando hacerme una idea de mi heráldica. Para ayudarme en la labor eché mano, rebuscando en el líquido amniótico, de algo que me pudiera servir para visualizarlo mejor. Encontré un par de óvulos tirados por ahí y a un espermatozoide despistado. Por lo visto todavía no se había dado cuenta de que todo había acabado hacía unos cuantos meses. Pobrecito, sin rumbo fijo, solo y asustado. A uno de los óvulos lo bauticé como Zárate y al otro como Ortega, el espermatozoide representaría mi onomástica en este sainete.

Aunque el muy cabrón no estaba muy colaborativo. Se me resistía, moviendo incesantemente su cola. Lo agarré fuertemente y le di un manotazo. Por fin pareció entender quién mandaba ahí. Ya tenía lista mi composición. Espermatozoide de Zárate y Ortega. Con esa visual empecé a imaginarme nombres ilustres que conjugaran con mis apellidos notables: Napoleón de Zárate y Ortega, Alejandro de Zárate y Ortega, Homero de Zárate y Ortega, y un largo etcétera de identidades epopéyicas. Con cada nombre que venía a mi cabeza me henchía un poco más, adoptando a cada momento una pose más adusta y regia. Mi madre, al otro lado, lo confundía todo con gases y se revolvía tratando de expulsarlos de su cuerpo.

Total, que con la onomatopeya me quedé. Pasaron unos cuantos años de los que no mencionaré anécdota alguna hasta que, llegado el día oportuno, me convertí en Alcalde de mi pueblo. El Alcalde más joven en tener ese honor, dicho sea de paso. El más laureado y vanagloriado de todos. Por fin podía pasearme con orgullo por la calle. Descarté de todo documento oficial mi nefasto nombre y adopté para mí las siguientes siglas: AdZyO. Su significado es harto simple: Alcalde de Zárate y Ortega. Añadí a mi título la fórmula pomposa de su ilustrísima, para conferir al conjunto de un toque de distinción sin parangón.

Rebosante de satisfacción, me dediqué al noble arte de regir los designios de mis leales súbditos. Y es aquí donde retomo la locución de la historia que comencé, alimentados como estáis de mi linaje.

Bajo mis designios, el pueblo ha crecido en belleza, seguridad y prosperidad. Las tres BSPs. Según el último registro actualizado, llevo siendo Alcalde dos años, cuatro meses, ocho días y dieciséis horas. Durante ese tiempo geométrico he construido de todo: tropecientas casas, chorrocientos edificios públicos, cinco parques, un par de gasolineras, tres supermercados y muchos otros. El listado es incontable y os aburriría con su completa enumeración. Aparte de los edificios también se han instalado en mi Villa un sinfín de vecinos nuevos: algunos huyendo de los núcleos urbanos de los alrededores y otros apareciendo por generación espontánea. Estos hechos han producido y producen en mi persona una macedonia de emociones: orgullo, desasosiego, vanidad, temor, alegría y recelo, entre otras muchas. No puedo atender a todos como debiera. Algunos demandan servicios que no puedo acometer y eso me inquieta. Como dicen en esa gran obra de la narrativa gráfica llamada Spiderman: “Un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Por eso, en un ejercicio de rigurosa responsabilidad ciudadana, cada cierto tiempo mato a alguien. No tengo alternativa. Creedme que a los que quedan vivos no les importa. Observo a diario cómo permanecen impertérritos ante mis desmanes. Así que yo sigo a lo mío.

Por alguna extraña razón, según las encuestas que vengo solicitando al Ayuntamiento, sólo protestan cuando se incrementa la delincuencia menor. Y eso siempre me ha parecido de fácil solución. La delincuencia es inversamente proporcional al cuadrado policial. Ergo, a más comisarías, menos delincuencia. No hay otra fórmula que funcione mejor.

—¡Juan, los dientes!

<<Zarajo con mi madre>>, pensé, eludiendo como de costumbre pronunciar palabras malsonantes. Me divertía cambiarlas por otras de parecida tonalidad. Adopté tan singular proceder a los cinco años, después de proferir mi último gran insulto a viva voz: un sonoro “me cago en la puta” que vino aparejado de un guantazo de mi padre como consecuencia lógica. Pero volvamos al tema de los dientes. Andaba yo pensando…

<<Ya me vuelve a distraer con sus demandas absurdas. Los dientes están en su sitio, no se van a mover de ahí. No quiero ir a lavármelos y punto>>.

Voooooooy —respondí a continuación, traicionando instantáneamente mi voluntad.

Siempre había odiado la tediosa labor de lavarme los dientes. Era una de las tareas más monótonas y repetitivas que se habían inventado. Uno podía tranquilamente dedicar su mente a resolver ecuaciones diferenciales de quinto grado, con decimales en coma flotante que, en paralelo, la mano, de manera inexorable y ajena a cualquier orden explícita, repetía el mismo vaivén mecánico una y otra vez. Siempre en el mismo sentido. Siempre el mismo número de veces. Sin equivocarse ni una sola vez. Si pudiera aplicar esa misma determinación, por ejemplo, al baloncesto, ahora sería una estrella mundial de la talla de Michael Jordan, si no más.

Tras otros dos minutos malgastados de mi vida, pero con el contrapunto de unos dientes limpios y frescos, decidí aprovechar el parón para hacer de vientre, evacuar aguas mayores, vamos, cagar; pues no veo forma romántica de abordar el tema. Una vez satisfechas todas mis necesidades, ya no contemplaba en el horizonte más distracciones. Mi madre se había encomendado a la laboriosa tarea del planchado semanal y se pasaría dos buenas horas abstraída del mundo real. Mi cuerpo estaba en quietud zen y no albergaba sospechas de que fuera a reclamarme más atenciones de las que le había concedido. Era el momento de volver al trabajo. Había dejado el pueblo a su libre albedrío durante demasiado tiempo. ¡Sólo Dios sabía lo que eso significaba! Mis ciudadanos me reclamaban.Seguramente, sus solicitudes estarían acumulándose en mi puerta. Temor. Ansiedad. ¡Cruel ventura!

Traté de calmarme y pensar. No les haría ningún bien a mis conciudadanos estresándome. Los pobres infelices estaban indefensos sin mi tutela, sin la batuta que orquestaba sus designios. Parados, inertes y sin vida.

Decidí que lo mejor que podía hacer era dirigirme al Ayuntamiento. Disfrutaba trabajando en uno de los bancos próximos a la Plaza Mayor. Allí, en soledad, se pensaba mejor. El aire revitalizante de la montaña impregnaba mis fosas nasales, llenándome de vida. Tener los muros del Ayuntamiento cerca, con su reloj vigilante en la cúspide, me hacía sentir bien. Protegido y guiado.

Salí de casa en dirección al Ayuntamiento con una gran sonrisa en los labios. No le había dicho a nadie dónde iba, ni falta que hacía. Era dueño de mi destino.

Era una tarde apacible y serena. Una suave brisa se había levantado, casi por tradición. La situación geográfica del pueblo invitaba a los señores alisios a visitarnos por costumbre. Nos habían cogido cariño. Yo me enfundé la bufanda a pesar de todo, no quería constiparme; agaché un poco la cabeza y rompí el aire con la resistencia de mi cuerpo. Todavía era febrero y, aunque sólo hacía un poco de fresco, mi nariz pronto se puso en modo Rudolph. A mi me gustaba el frío, pero por lo que se ve mi cuerpo no pensaba de igual modo.

—¡Juan! —escuché de repente con sorpresa por la retaguardia.

Me giré.

—¡Hongo, Luis! ¿Qué tal? —respondí educadamente, reconociendo a mi sorpresor.

—Chico, ¿dónde vas con esas prisas?

—Al Ayuntamiento. Tengo cosas que hacer.

—Ah… ya. Sigues con eso tuyo, ¿eh?

No sabía a qué «tuyo» se refería. Tuyo, mío, nuestro, suyo…

—Sí, sí. Eso es. Y además ando con prisa, ¿sabes? —contesté en un intento zafio de desembarazarme de él.

—Ah… ya —volvió a decir Luis. Dos de cada tres frases las empezaba siempre igual. Resultaba de una parsimonia irritante. Si pudiera despejarle de la ecuación…—. Pues no te robo tiempo, no vayas a llegar tarde —agregó, comprendiendo mi resoluta determinación.

—¡Gracias! —dije, realizando una maniobra de giro de 180 grados. El “gra” se lo dediqué a la cara, el “cias” se lo tragó con mi cogote.

La impertinencia no duró más. Me había robado un minuto de mi existencia que no se lo apunté en el debe. Tampoco era plan de enemistarse por un mísero minuto.

Al poco llegué al Ayuntamiento. Afortunadamente el banco que me servía de base de operaciones estaba libre. Hubiera sido muy embarazoso tener que echar de ahí a un viejecito, o peor aún, a una viejecita desamparada.

Raudo como el rayo tomé posesión de mi despacho. Ese día ya había tenido suficientes interrupciones. Saqué el móvil y procedí. Es curioso todo lo que se puede controlar hoy en día con un teléfono móvil. Desde la bolsa a las reuniones, pasando por la compra y el mando a distancia. Desde el mío yo controlaba un pueblo entero. Todo él cabía en mi móvil.

Un poco más relajado, lo primero que consulté fueron las arcas públicas. Habían mermado y eso no era de mi agrado. Levanté la vista de la pantalla y miré hacia arriba. El viejo reloj parecía molesto, al igual que yo, con el ceño fruncido fijo en las cuatro menos veinte. <<Si sólo me he ausentado un par de horas>>, pensé con desazón. La relajación desapareció ipso facto. Tenía planeado un nuevo proyecto urbanístico y ahora no contaba con fondos para ello. Como os había dicho, no soy de esos a los que les gusta esperar. Soy muy escrupuloso en lo que a puntualidad se refiere.

No hubo espacio para la discusión. Mi cabeza había dictaminado sentencia. Alguien tenía que morir. Era el único procedimiento rápido y fiable para ganar dinero. Levanté la vista. No había nadie por la calle. La plaza permanecía tranquila para regocijo de mi soledad. ¿A quién matar? Inmediatamente pensé en Pedro.

<<¡Calla! Si ya le he matado>>.

Rebusqué más hondo en mi mente. Apareció Luis.

<<Esa sí que es una buena idea. Pero por Luis sí que me meterían en la cárcel>>

Seguí pensando.

<<Por Dios, ¡alguien tiene que morir!… Ya sé. María. ¡Eso es!>>

Paseé el dedo en su busca.

Ring, ring. Ring, ring.

Mi madre.

—¿Sí? —contesté con voz trémula.

—¡Pero niño! ¿Dónde narices estás?

La liamos.

—En el Ayuntamiento, mamá —acerté a contestar. Cuando mi madre se enfadaba no había lugar para las mentiras. O se contestaba con acierto o la bofetada te hacía recordar.

—Ni Ayuntamiento, ni Ayuntamiento —enfatizó con su proverbial estilo—. Ahoramismovuelvepacasa —acortó. Quería decir tantas cosas en tan poco espacio que la física, implacable en sus leyes, se lo impidió. O condensas o expandes.

—Sí, mamá… Como digas, mamá… Ajá… Sí, mamá… Como digas, mamá.

Os libero del bochorno del devenir de la conversación. Había entrado en bucle.

—¡Y que sepas que se ha acabado ese jueguecito tuyo!

Ahora sí que sabía a qué «tuyo» se refería.

—¡Que se te está yendo la olla, Juan! Que tienes diez años, ¡ya está bien de irte solo por ahí! —Silencio aterrador—. ¡Esto se ha terminado!

—¡Jo! —fue mi desveladora contrarréplica. Me había quedado sin argumentos, desarmado por la retórica.

Colgó. Colgué igualmente para confirmar. La pantalla del móvil volvió al estado anterior. Apareció María. Sonriente. Ajena a la conversación que habíamos tenido mi madre y yo a muchos píxeles de distancia. Caminaba sin rumbo fijo por la calle, con una bolsa de la compra en la mano derecha. Pensé en mi madre y en sus palabras. Tenía razón. MiCity me estaba obsesionando. Le había dedicado demasiado tiempo a ese juego: dos años, cuatro meses, ocho días y muchas horas. Había llegado el momento. ¿Sería capaz? Me despedí de María con un sentido beso y apreté el maldito icono durante unos segundos. Una “X” apareció en la esquina superior izquierda al tiempo que una lágrima resbalaba por mi mejilla. El icono tembló. Quizá intuía mi dolor. Los demás iconos hicieron lo mismo. Parecían acojonados, temerosos de lo estaba por venir. El juicio final de las Apps.

<<¿Lo hago? ¿Sí? ¿No? ¡Qué nervios!>>

Cerré los ojos y pulsé.

Había llegado el fin.

O eso creía yo. Cuando abrí los ojos, el puñetero móvil, como burlándose de mí, lucía un cartel en letras bien grandes y vistosas: “¿Está usted seguro de querer borrar la aplicación?”

—¿Qué si estoy seguro?¡Me trapo en la fruta!¡Roer!¡Congo! —estaba terminando con los “adjetivos calificativos”— Ahora sí que me habéis cabreado. María, preciosa, te vas a…

Fin y fin. Ésta vez sí que sí.



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